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Panintervercionismo Norteamericano y Globalización del Terrismo

La política panintervencionista de los Estados Unidos del presidente George Busch (h) pone sobre el tapete, desde el ya legendario atentado a las Torres Gemelas del 11 de setiembre de 2001, una figura jurídica de derecho público internacional que bien puede ser considerada absurda, pero no deja de ser una muestra de realpolitik: la doctrina de guerra preventiva. Es decir, que si los intereses estadounidenses son vulnerados en un fururo por el accionar de cualquier actor de la política internacional, Washington se reserva el derecho de actuar anticipadamente en defensa de su interés nacional. Por otra parte, la paulatina declinación del estado-nación clásico, merced a la globalización de las finanzas, las comunicaciones, los servicios, la trasnacionalización de la economía, etc .vuelve a poner de relevancia el accionar de los poderes indirectos, es decir aquellos que, detrás del poder político formal, usufructúan todas las ventajas sin correr los riesgos del ejercicio del poder. Si bien vienen perfilándose desde antes de la Primera Guerra Mundial -y bien lo comprendieron economistas de todo signo, desde Lenin hasta Sombart- han llegado a constituirse en determinantes luego de la caída del muro de Berlín y el fin del bipolarismo; son los auténticos vencedores de la posguerra fría.

El accionar de la superpotencia predominante tiene por objetivo principal asegurarse recursos estratégicos escasos -petróleo, gas, agua potable- en un tablero mundial dinámico, donde el tiempo urge. En unas décadas, China y la India alcanzarán y pasarán a los Estados Unidos como potencias, merced a su crecimiento constante y sus recursos naturales, población y capacidad para afrontar el mercado mundial. De momento, dichas naciones, junto con la Federación Rusa, pueden ser consideradas "potencias de resistencia", no pueden ser atacadas pero tampoco tienen capacidad para ejercer, como EE.UU, operaciones a grandes distancias.

Las acciones de Washington han demostrado ser cada vez más autónomas del sistema internacional, pero ello tiene un costo político elevado. De allí la necesidad de montar coaliciones que legitimen ese panintervencionismo, así como recurrir al sistema de seguridad colectivo y al paraguas de las Naciones Unidas, entidad que se muestra, cada vez más, un instrumento puramente discursivo y altamente ineficaz en la resolución de los problemas internacionales.

La seguridad colectiva se caracteriza por algunos tópicos que ya han hecho escuela: la discriminación del adversario -reducido de un miembro del sistema internacional a Estado "gangsteril"-, la ausencia de neutrales -nadie va a sacar la cara por defender a un fuera de la ley internacional-, la desproporción en el uso de la fuerza correctiva de seguridad -consecuencia de transformar la política mundial en policía mundial- y la dilución de la decisión en la fuerza correctiva de seguridad -nadie se responsabiliza de una intervención-. Esta es la base de las guerras "humanitarias", desde la de los Balcanes hasta Afganistán e Irak.

Sometidos a modernísimos y sofisticados medios de detección geosatelital, al bloqueo, control y bombardeo sistemático desde el aire, mediante bombas y misiles "inteligentes"- que en teoría baten blancos militares y respetan a los civiles y en la práctica han demostrado no discernir objetivos, ni diferenciar gobernantes de gobernados-, la reacción se ve compelida al accionar terrorista, mucho más difícil de detectar y controlar. La guerra partisana terrorista es, obviamente, indiscriminada y de extrema violencia, provocando un accionar represivo similar. Así asistimos a una escalada ilimitada, tal como se demuestra actualmente en el caso palestino e iraquí, de consecuencias imprevisibles. De su eficacia puede probarlo el hecho que un atentado como el del 11 de marzo pasado en España provocó en horas un cambio de gobierno y el retiro de las tropas peninsulares del teatro de operaciones del golfo pérsico. Hace pocos días, en Andalucía, un profesor decía a quien escribe esta nota, refiriéndose al 11 M y el sangriento atentado de Atocha: "España no se dio cuenta que era país beligerante al integrar la coalición y mandar tropas a Irak. Hay otros que también la integran, pero Aznar se puso en la foto con Busch y Blair (en la reunión de las Azores) y al eslabón más débil de la cadena es al primero que se le pega".

Aquí culmina uno de los aspectos más significativos y emblemáticos de la política planetaria de principios del nuevo siglo: la unión entre globalización, mesianismo tecnológico y guerra partisana mundial. La respuesta al enemigo, desde la guerrilla anticolonial, desde el maqui frente al ejército ocupante o desde la teoría leninista, parece muy fácil. No lo es tanto desde el plano de la guerra partisana global, desde el terrorismo dotado de modernos medios técnicos, quizá de armas químicas, biológicas y algún día también nucleares. O desde el humilde y mortífero accionar del individuo convertido en bomba humana.

Era una guerra dentro de una unidad política; es decir que, más allá de su carácter absoluto y sus nefandas consecuencias, estaba te-rritorialmente delimitada. Hoy día, la guerra partisana presenta batalla al "establishment" internacional en el planeta entero, está desterritorializada, y su objetivo ya no se limita a tomar el poder en un lugar, sino doblegar la voluntad del sistema internacional para aceptar una situación, disputar un negocio global o, simplemente, vulnerar.

Desde hace tiempo, los especialistas destacaban que la nueva dimensión que la tecnología sumaba al terrorismo moderno podría llevar a una guerra entre naciones, algo totalmente distinto del clásico atentado político. Un país víctima de una operación terrorista a gran distancia y en vasta escala supondría, con razón o sin ella, que los terroristas actúan en nombre de otro país que les financia, adiestra, arma o protege. El primer país podría en represalia bombardear al segundo, o atacar su economía, etc. La experiencia del trato dado por el sistema de seguridad colectiva a naciones como Afganistán o Irak es sintomático. Debido a su carácter internacional, este tipo de terrorismo -contrastando con el estrictamente nacional- puede conducir fácilmente a una guerra hasta las últimas consecuencias.

Así como el terrorista político individual pertenece al pasado, hoy existen organizaciones terroristas complejas que toman partido. La acción de potencias o del sistema de seguridad colectiva contra Estados considerados terroristas -Libia, Irak, Sudán, Afganistán- se complica aún más con la aparición de redes terroristas desterritorializadas, que tienen bases operativas en diversas partes. También existen líderes mediáticos de dichas organizaciones, como Osama Bin Laden, de quien Gilles Keppel ha dicho no ser más que un actor nacido, criado y sostenido por occidente y más concretamente por los Estados Unidos, que entró en colisión por una interna de negocios. Todos conocen la foto de un sonriente Rumsfeld -el mismo que señaló muy orondo:"Porqué esta guerra?..por el petróleo, obviamente!"- saludando a Saddam Hussein, primero considerado un paladín de occidente frente al peligro de la revolución iraní y luego un sátrapa demoníaco.

Otro de los aspectos graves es la asociación del terrorismo con elementos culturales y religiosos. Una consecuencia de la situación inaugurada en septiembre de 2001 es la idea de que todo occidente está bajo ataque. Es una derivación de las tesis de Samuel Huntington del clash de civilizaciones, en el sentido de conflictos interculturales. El gran problema es definir donde empieza y termina cada una de estas grandes unidades. Así como el Islam no puede ser reducido al Talibán o Al Qaeda, del mismo modo Occidente también es más que los Estados Unidos, Israel o cualquiera de sus partes componentes.

El probable paso siguiente a un choque de civilizaciones es que éste se revista de guerra de religión. Si alguien decide proclamar una guerra de religión y se le responde del mismo modo, una situación que el orgulloso racionalismo occidental creía superada haces siglos puede volver por sus fueros. Un notable autor como Enst Nolte recientemente ha escrito, preocupado, que la disidencia del Tercer Mundo, al cual el mundo islámico también pertenece, frente al establishment de los países ricos puede llegar a un conflicto teñido de matices religiosos, así como el S.XX fue el siglo de las guerras ideológicas.

La desactivación de la violencia, entonces, no pasa por la discriminación y criminalización de naciones y culturas enteras, sino por la revisión profunda del orden planetario y la construcción de un mundo más equitativo y respetuoso de sus partes componentes. Mientras no exista una revisión del sistema internacional, la guerra, -ahora en una línea amigo-enemigo difusa que pasa por todos lados, en el seno de toda unidad política- tendrá un futuro venturoso.

Los temores de tantos pensadores clásicos de la historia y la ciencia política frente a la revolución industrial-liberal pueden inscribirse dentro de la reacción europea a la americanización del mundo y, en el fondo, al debilitamiento y fin del eurocentrismo. Theodor Von Laue pone en primer plano la verdadera revolución mundial occidental, la liberal y capitalista, revolución nacida de la combinación entre libertad individual y disciplina social, típica del mundo angloamericano. El ímpetu expansivo de dicha revolución, bajo su forma tecnoindustrial revestida de democracia, alcanzó todo ámbito de la vida, razón por la cual se le enfrentaron formas muy intensas de resistencia y autonomía. Tanto el comunismo como los fascismos, como los movimientos de liberación nacional del Tercer Mundo, han sido fenómenos de resistencia. Nolte, al comentar dicho autor, sostiene que el bolchevismo y el nacionalsocialismo han sido, entre otras, también reacciones contra el americanismo, porque algunos países no quisieron capitular frente a su avance, pues los norteamericanos han sido, ciertamente, los grandes protagonistas de este modelo. Y en este siglo, este pensador discípulo de Heidegger señala al Islam como la posible cabeza, al menos la más visible, del mundo que se niega a la globalización-americanización. Y detrás, podemos añadir, la mirada vigilante y la actitud expectante de China e India.

Además, en una sociedad planetaria clausa, en un one world, comprobamos que el derecho humanitario es efectivamente el derecho del más fuerte, y un disidente -como señala Samir Amin- no tendría refugio. Culminaría así el peor totalitarismo, el real mundo orwelliano, el de la homogeneización y alineación compulsivas, pues las relaciones de protecciónobediencia necesariamente deberían pasar por una autoridad despótica. En definitiva, la imposición de una pax global, lejos de eliminar el conflicto lo haría más extenso. Y allí el terrorismo seguirá siendo el actor principal.

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