Nunca pensé que en esta sección escribiría alguna vez acerca de Jorge Bernardo Rivera (1935-2004). Más bien estaba pensando, desde que comencé a colaborar con la revista, en pedirle alguna nota acerca de los numerosos temas que había estudiado a lo largo de su extensa y constante labor y que cubrían aspectos tan variados de la cultura nacional.

Nos habíamos conocido en 1957, cuando por intermedio de Ricardo Oliver -luego se convertiría en su cuñado- vino a unas reuniones que improvisábamos para preparar el ingreso a la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, ya que la dictadura implantada dos años antes nos sometería a un examen de "cultura general" para admitirnos.

En ese primer contacto, me asombró que alguien apenas unos años mayor, tuviera un bagaje de lecturas tan variado y tan meditado, desde los clásicos grecolatinos hasta los escritores del siglo XX. Pero mi asombro no se detendría ahí, en lo más mínimo. Rivera decidió finalmente no dar su examen de ingreso, seguro porque era un autodidacta convencido y el estudio sistemático, pero impuesto desde afuera, debía resultarle inadecuado.

Nos uniría, sin embargo, otra pasión, la de la poesía, e intercambiamos manuscritos, aunque también descubrí entonces que Jorge había participado en una Antología de los poetas Madí, en 1956, y la vigencia que seguían teniendo ciertos movimientos de vanguardia (yo andaba con mi Vicente Huidobro bajo el brazo, como un gran descubrimiento y como una defensa contra ciertos poetas sociales en busca de consignas, con los cuales había colisionado recientemente en un bar de Callao casi Rivadavia).

Comencé a visitarlo en su oficina del Ministerio de Obras Públicas, a iniciar allí conversaciones que seguían luego en el bar Los Galgos de Lavalle y Callao, alentadas por el es-pesor y las alas de la ginebra, y que solían terminar en cualquier otro boliche entre Once, cerca de donde yo vivía, y Flores, donde habitaba con sus padres. A algunas reuniones se sumó poco después Alejandro Vignati, víctima de cirrosis hace ya veinte años, y en un cruce que me costaría reconstruir en detalle, otros dos poetas cercanos al comunismo: Susana Thenon y Juan Carlos Martelli.

Ese cuarteto al parecer disonante, en varios aspectos, pero reunido por los energéticos vientos de la década del 60, elaboró una hoja plegada de ambos lados y que doblábamos manualmente: Aguaviva. Apenas cuatro números, pero algunos historiadores la mencionan como una resonancia local de la beat generation y, de hecho, establecimos en aquellos momentos cierta comunicación con Allan Guinsberg y con Gregory Corso. Un poco después, en otra insólita coalición con Luisa Futuransky y René Palacios More, imprimimos un Boletín de poesía hoy que no superó los dos números. Mientras tanto, colaboramos en otras publicaciones similares y me enteré de que ese mismo ex madista estaba preparando, con tenacidad y erudición, una Antología de la poesía gauchesca menos conocida y que al fin publicaría Jorge Alvarez, en 1968.

Esa facilidad para desplazarse entre los extremos, de encontrar nexos entre la innovación y la tradición, de echar por tierra con las barreras preconcebidas entre lo supuestamente culto y lo popular, debió de abrirme un panorama inusitado, del cual no me hablaban en las clases de la Facultad. Y que aproveché de inmediato en un artículo donde sometí a los llamados poetas de la "generación del 40" a un careo sin anestesia con la poesía - escrita o cantada- de Homero Manzi.

Ya por entonces Rivera transitaba hacia un lenguaje poético más coloquial, el de Poemas vecinos (1957), que se agudizaría con La explosión del sueño (1960) y con Beneficio de inventario (1963). Editamos ambos en la colección de Nueva Expresión y eso ya sucedía en medio del debate político con liberales, comunistas, trotskistas o el MALENA de Ismael Viñas, y en búsqueda de una identidad nacional-popular que nos ayudaron a encontrar, simultáneamente, el peronismo y lecturas de Antonio Gramsci.

La revalidación de lo popular y sus secretos intercambios con lo que otros aislaban en el depósito de lo "culto", nos llevó a trabajar en distintas colecciones y fascículos del Centro Editor de América Latina. Allí conocimos a Aníbal Ford, ampliamos la discusión y emprendimos ensayos solos o en colaboración que nos tendrían ocupados, junto con la militancia político-cultural, durante la década de 1970. Por ejemplo, dictando en yunta Literatura Argentina, en la Facultad intervenida por el triunfo electoral de 1973, e inmediatamente después Proyectos político-culturales en la Argentina, que era obligatoria para alumnos de varias carreras y que fue "desaparecida" cuando sobrevino el golpe militar de 1976 y nunca retornó.

Entre esas fechas y 1986, cuando preparamos el volumen Claves del periodismo argentino actual (Tarso), trabajamos seguido en colaboración, con un método muy sencillo: nos dividíamos el campo que abarcaría cada uno y al cabo nos reuníamos para ensamblar las dos partes, que solían acoplarse con una facilidad sorprendente. Buena parte de esa producción, y de las comunicaciones que leíamos y comentábamos en las reparadoras reuniones de ASAIC, que nos permitían (junto a Oscar Steimberg, Oscar Traversa, Heriberto Muraro, etc.) conservar una llama encendida en tiempos difíciles, de persecuciones y secuestros, de trabajos semiclandestinos.

Toda esa labor desembocó en un libro conjunto, de los dos y Aníbal Ford, que titulamos Medios de comunicación y cultura popular (Legasa, 1983).

A partir del 83, contribuimos a la organización de la carrera de Comunicación, donde Rivera ocupó la cátedra de Historia de los medios mientras yo me dedicaba a pelear un lugar en Filosofía y Letras, aunque a sugerencias de un sector (peronista) del estudiantado, también me hice cargo del Seminario de cultura popular y cultura de masas desde 1989. Con los materiales organizados para dictar su cátedra, Rivera gestó algunos de los libros que vendrían a completar su extensa bibliografía, dispersa en gran medida por la prensa periódica (La Opinión, Noticias, Clarín, Tiempo Argentino, Los libros, Crisis), por numerosas revistas, nacionales y del extranjero, que tenemos la obligación -intelectual y moral- de reunir.

Uno de esos libros fundamentales fue La investigación en comunicación social en la Argentina (Perú, DESCO-ASAICC, 1986) que reeditó Puntosur un año después. A la síntesis introductoria, que fundamenta las varias vertientes que convergieron para el surgimiento de los estudios culturales en el país, le sigue una Bibliografía rigurosamente anotada que resultará siempre de consulta indispensable al respecto.

Otro, tal vez más deslumbrante por el acopio de erudición en distintos frentes y niveles, lo tituló Postales electrónicas. Ensayos sobre medios, cultura y sociedad (Puntosur, 1994). Sus materiales provenían de colaboraciones periodísticas que se iniciaron en Clarín(1990-1991), pero cuando la conducción del suplemento Cultura y Nación decidió adoptar un sesgo más light (superficial), acorde con el auge neoliberal, prosiguieron en El País de Montevideo (1991-1993) y a Rivera le gustaba decir que se había convertido en un periodista uruguayo (país en el cual había cursado su enseñanza media).

Imágenes, Máquinas, Ciudades, Escrituras, Lecturas, son las cinco partes en que agrupó una suculenta información acerca de una etapa paleotecnológica y otra signada por la presencia de microordenadores, rayos láser, cohetería interplanetaria, comunicación satelital, imágenes holográficas, videojuegos, computadoras, televisión por cable...

Entre ambas traza secuencias originales de intercomunicación y despliega, al pasar, manojos de datos acerca de los orígenes y trayectoria del cine, la radiotelefonía, los héroes mediáticos, la literatura policial y otros tantos patrimonios culturales de las más diversas procedencias que Rivera conocía e integraba con particular fluidez.

De 1995 data El periodismo cultural (Paidós), que provee de un abundante material didáctico a quienes quieran asomarse a tales prácticas discursivas. Si comienza por definir allí lo que es el periodismo en relación con la cultura, sigue por caminos tan diversos como los géneros de las publicaciones periódicas, su historia -suscinta pero imprescindible-, la condición del periodista profesional y hasta un manual de estilo para la escritura de notas e inclusive guiones radiales y televisivos. Cierran el volumen, que tiene verdaderas características de manual polivalente, cincuenta páginas de testimonios y experiencias concretas.

Todo ese precioso legado de erudición y de trabajo diseminado por sus libros, de los cuales me he limitado a citar algunos, le asegura a Rivera, creo, una vigencia entre las jóvenes generaciones de lectores y estudiosos que excede los términos de este recuerdo personal y una merecida permanencia en la memoria cultural argentina.


Nota Anterior

ARTURO JAURETCHE: "Progresismo nacional o progresismo de factoría"

Nota Siguiente

HOMENAJE A MARIA GRANATA. Una escritora nacional

Lo último de Memoriables

CURACÓ (1)

Busco un río. Un río que se tragó el desierto y que ahora ha vuelto a