Eduardo Romano

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Vacilaciones y atisbos de Manuel Ugarte, en medio de una intelectualidad desconcertada (1)

La irrupción de nuevos modos de comunicación y de lectura, a fines del siglo XIX y comienzos del XX, generó un notorio desconcierto y una abundancia de reacciones conservadoras (las voces de Miguel Cané, Paul Groussac, Ernesto Quesada, José María Ramos Mejía, etc.) que, entre otras cosas, le negaban a los escritores surgidos de los sectores sociales medios en gestación, la posibilidad de convertirse en profesionales de las letras. Por eso menudearon los ataques contra folletines periodísticos, payadores circenses, el teatro por secciones, las colecciones de versos camperos, lunfardos o su combinación, que se vendían en los estancos de las terminales tranviarias o ferroviarias.

Los primeros gestos comprensivos hacia esos nuevos materiales literarios, preferidos por el gran público, pero carentes de lugar y de prestigio en el canon letrado, surgió de algunos intelectuales heterodoxos, aunque también ellos vacilaban en cómo enfrentar la doxa conservadora imperante. Un ejemplo temprano fue Manuel Ugarte (1871-1951 ). Norberto Galasso ha documentado año tras año su formación en París, cerca de los simbolistas y parnasianos y en medio de la bohemia latinoamericana, merced a la solvencia económica de su padre, un acaudalado administrador de propiedades y "asesor" financiero de la dirigencia, que lo consideraba "su hombre de confianza" (Galasso, 1974, 12)

Cuando regresa al país y completa sus estudios, a los 20 años, el joven Ugarte decide editar una Revista literaria que fuera el equivalente de la Revista Nacional de Literatura y Ciencias Sociales uruguaya de José E. Rodó. Su editorial Cuatro párrafos del primer número, afirma: "Queremos hacer una revista exclusivamente literaria. Necesitamos el auxilio de todos los que piensan y sienten", es decir de una restringida minoría.

Durante un año demuestra ahí su deseo de acercamiento a la literatura de América Latina, que fuera una de las ambiciones del modernismo, así como una progresiva inclinación hacia lo político, a tomar distancia del esteticismo exagerado. Sus primeros poemas adoptan ya una firme postura frente a quienes "pierden el tiempo/ refiriendo/ los idilios de reyes y princesas".
La empresa no perdura, a pesar de que su director busca un tardío apoyo publicitario, y en 1897 regresa a París con el propósito de estudiar y disfrutar los amores libres de una ciudad más cosmopolita. Inicia una red de colaboraciones periodísticas que sostendrá a lo largo del resto de su vida y se involucra en el proceso contra el capitán Dreyfus, comparte la posición de Zola y su creencia en la misión cívica del artista, jura por Anatole France o por Octave Mirbeau, lee con avidez a los rusos Gorki y Tolstoi.

Luego de un breve retorno a Buenos Aires, viaja a los Estados Unidos, se interioriza respecto de su política expansionista, y de retorno en París busca la amistad de otros latinoamericanos menos bohemios y más combativos, como el venezolano Rufino Blanco Bombona o el colombiano Vargas Vila.

Sus primeros libros -Paisajes parisinos de 1901 y Crónicas del boulevar de 1902- provocan un debate entre sus prologuistas -Unamuno y Darío, respectivamente- a propósito de si es o no beneficioso el afrancesamiento de los jóvenes escritores de nuestro continente. Ugarte queda un poco entre dos fuegos, todavía no muy convencido de que hacer "literatura social" exija renunciar a ciertos avances que la escritura modernista trajo a las letras hispanas.

Darío puntualiza que en París ha tenido ocasión Ugarte de reafirmar sus preocupaciones sociales: "Hemos asistido juntos a reuniones socialistas y anarquistas" donde él no pudo "resistir la irrupción de la grosería, de la testaruda estupidez, de la fealdad", y en cambio Ugarte "se ha puesto hasta de parte del populacho que no razona, y me ha hablado de próxima regeneración, de universal luz futura…"(Darío, 1903, pp. IV-V).(2)

El argentino practica el género crónica, que fue la mayor apuesta modernista en los grandes medios de prensa, "porque obliga a abarcar, comprender o profundizar todo", una compleja red de acontecimientos "tan múltiples, tan desordenados y tan rápidos" que producen vértigo (Ugarte, 1902, pp. 23-24).

Su mirada, como lo han señalado acertadamente Maíz y Olalla, "es la mirada del no metropolitano, el otro periférico que observa con ojos entre críticos y admirativos la ciudad que no le pertenece pero que es capaz de hacerla por un instante propia" (Maíz-Olalla, 2010: 10).

Rechaza, en El París honrado, la imagen de los turistas que sólo encuentran allí diversión y frivolidad; para él es un laboratorio de aprendizaje en todo sentido. Varios artículos (El arte nuevo y el socialismo; Teatro cívico; El drama revolucionario) reafirman su fe en un arte pedagógico, noción que les ha escuchado predicar a Jean Jaurés y al influyente Anatole France.

Hay un aspecto, sin embargo, que, por encima del optimismo ingenuo de Ugarte en esos años ("nadie puede impedir el triunfo del bien: sólo es posible aplazarlo", Ugarte, 1902: 142), lo acerca a Ghiraldo. Cierta comprensión del "teatro criollo", aunque no le reconozca todavía jerarquía artística porque es tosco; ni valor moral, porque atenta "contra la razón y los buenos sentimientos" (Ugarte, 1902: 255).

El peligro yanqui, escrito para El País en octubre de 1901, marca el inicio de la prédica antiimperialista que absorbería sus mayores esfuerzos. Tras recalar en España, regresa a Buenos Aires, en agosto de 1903, e ingresa en seguida al partido socialista, donde su posición va a tener eco en Alfredo Palacios y algún otro correligionario, pero no en la línea internacionalista que Juan B. Justo le impone al partido.

Si elogié en el comienzo la minuciosidad biográfica de Galasso, no puedo ocultar ahora que sus opiniones acerca de la producción literaria de Ugarte son incompartibles. Oponer realismo a exotismo era un recurso de época y que se encuadraba en la disputa reformismo/modernismo, pero con el cual hoy es imposible acordar.

Tal reducción esquemática rechaza como "melancólico" o "intimista" lo mejor que escribe entonces Ugarte, sea como cronista o como narrador: algún pasaje de La novela de las horas y los días (1903), algún cuento de Una tarde de otoño (1905). En cambio, el biógrafo celebra Cuentos de la pampa (1903), "su primer libro realmente nacional"(Galasso, 1974, t. I, 106).

Su juicio sólo toma en cuenta el referente reconocible e ignora la autonomía parcial -reconocida por los clásicos del marxismo- del lenguaje literario. Por lo contrario, en ese volumen, el criollismo naufraga entre explicar las conductas nativas por "atavismo" (La leyenda del gaucho, La venganza del capataz), en términos rigurosamente darwinistas, o por una idealización indianista romántica, a lo Chateaubriand (El Malón).

Lo peor, sin embargo, reside en caracterizar la vida americana como rudimentaria y salvaje, algo que él mismo les reprochara en sus Crónicas del boulevard a otros escritores latinoamericanos. Y en mover sobre escenarios improvisados, según ciertas lecturas y una retórica realista-naturalista, una serie de estereotipos prejuiciosos, como la oposición seres sensibles/seres primitivos.

Pero Ugarte era más intelectual que escritor y lo demuestra en Las nuevas tendencias literarias (1908). Allí vuelve sobre el teatro criollo, y en especial sobre el Moreira, al punto de explicar su éxito "por varias razones": la admiración hacia los bandidos rurales heredada del romanticismo, la "apología del famoso culto al valor que es entre nosotros, según como se mire, la cualidad primera o el defecto capital" y "el hábito de oponerse a toda organización, a toda autoridad", acompañado por "la pintura o la evocación más o menos completa de costumbres y personajes del terruño" (Ugarte, 1908 a: 78-79).

Su inseguridad respecto del "culto del valor" forma parte de un esfuerzo comprensivo afín con Ghiraldo, pero impensable en Ingenieros o Payró. Contrasta, además, con el antimoreirismo sostenido por la élite intelectual porteña. No puede distinguir, claro, el referente mentado y su procesamiento artístico: "La vida criolla es así tierra adentro. El teatro no hace más que reflejar las susceptibilidades extremas, que dan a las costumbres rurales cierto matiz medioeval" (Ugarte, 1908: 86).

Si el gaucho resolvía por su cuenta los conflictos, personales o no, se debió -explica- a que la justicia había sido deficiente desde la independencia. A partir de eso, intenta justificarlo:

Lo que hallamos en la escena criolla no son caracteres,
sino gestos decisivos y situaciones extremas que nacen
de hombres simplistas, pletóricos de salud. Y aquí reside,
precisamente el imán de este teatro, que por su misma
falta de complicación en las almas nos da una extraña
sensación de fuerza ciega y salvaje" (Ugarte,1908a: 89)


Entonces desliza una curiosa comparación con M'hijo el dotor (1904) de Florencio Sánchez, en cuanto Moreira se rebela contra las autoridades y Julio contra la autoridad paternal, luego de lo cual generaliza: los autores de dramas criollos (Gutiérrez y Sánchez igualados) tienen ideas avanzadas y las exponen con decisión, sin herir los prejuicios de los espectadores, pero sin respetarlos tampoco", tal vez porque se dirigen "a la clase media y al pueblo" (Ugarte, 1908: 90).Esa comparación entre piezas de circuitos diferentes le permite una aguda observación acerca de cómo reaccionan públicos diferentes ante el espectáculo de la violencia liberada.

Enfermedades sociales (1906) y Burbujas de la vida (1908), otras dos colecciones de artículos provenientes de sus tareas periodísticas, completan esta etapa inicial de Ugarte, quien desde 1909 desplazaría definitivamente su interés hacia la prédica política anti-imperialista.

En el primero, opina que "el libertinaje en las lecturas coincide con cierto espíritu hostil al progreso y a las reformas" (Ugarte, 1906:120). Contrapone una literatura sana y moralizadora (de Sócrates a Zola) a otra peligrosa por su sensualidad enfermiza (de Sade a Baudelaire), nos revela el aspecto más conservador de Ugarte, en disidencia incluso con su propia historia amorosa personal, propone prohibir "la pequeña literatura de droguería" (Ugarte, 1906: 123)y los espectáculos de café-concert.

Burbujas de la vida (1908) insiste en algunos de esos tópicos de (inmoralidad de las publicidades y de los teatros de revistas; condiciones del periodismo ideal y democrático) e incluye también un llamativo elogio al Bartolomé Mitre intelectual, a Ricardo Rojas poeta y a Ghiraldo narrador (Gesta), por su "sabor de realismo". Su artículo Las razones del arte social respalda a quienes escriben con un propósito claro, "tienen algo que decir", respetan "una finalidad prevista" (Ugarte, 1908 b, 131) y execra el supuesto artepurismo de Aphrodite (Pierre Louys) o los versos de Verlaine (Ugarte, 1908 b: 132).

La campaña de 1910 lo lleva a recorrer gran parte de Sudamérica, Centroamérica y México, a editar El porvenir de la América Española que tiene muy buen recepción, salvo en La Vanguardia, donde califican sus advertencias de "proclama alarmista" (Galasso, 19 , 384). Dirige La Revista Americana en 1913, entre cuyos colaboradores están algunos intelectuales latinoamericanos afines con su prédica: José Santos Chocano, Rufino Blanco Fombona, Vargas Vila, pero también Ricardo Palma o José E. Rodó.

Regresa a Buenos Aires luego de ocho años de ausencia y no es bien recibido en los círculos oficiales, hasta su ex amigo Roque Sáenz Peña le niega una audiencia. Con La Vanguardia sostiene una acalorada polémica que deriva en un reto a duelo con otro ex amigo, Alfredo Palacios, lo cual facilita que el Partido Socialista lo expulse. Participa activamente en la Reforma Universitaria de 1918.

En los años siguiente prosigue su prédica contra los Estados Unidos y sus intervenciones en América Latina (El destino de un continente, 1923), al margen de lo cual publica una sátira de la sociedad moderna (El crimen de las máscaras, 1924), la novela El camino de los dioses (1926) y el "Manifiesto a la juventud latinoamericana" que José Carlos Mariátegui le pide para su revista peruana Amauta.

El texto mencionado de 1924 es muy interesante, metaliterario. "El desconocido" encargado de narrarla, una vez sucedido su encuentro con una máscara de la muerte en pleno Carnaval (la fiesta transgresora por excelencia), en un jardín de la ciudad de Villaloca (nombre imaginario y burlón), lo califica de "farsa, un poco music-hall y un poco Salon des Independents" y si "asoma alguna filosofía entre tantos disparates es porque siempre van juntos los bufones y la tragedia". Lo tragicómico constituirá una de las líneas persistentes de encuentro entre intelectuales y público en la Argentina, sobre todo a través del grotesco escénico que iniciara Carlos M. Pacheco y reactivaran en esa década de 1920 los hermanos Discépolo , Defillipis Novoa y luego, en el Teatro del Pueblo, Roberto Arlt.

El relato continúa con una confusa lucha en que muere la calavera y el narrador confiesa: "asistí a la tragedia bufa que voy a contar, sin saber, realmente, si cuento un suceso que he visto o un delirio de la imaginación" (Ugarte, 1924:11). En nueve capítulos, que no podría resumir ni comentar en detalle, Pierrot (símbolo del ensueño) se enamora de Lucinda con la cual sostiene, a lo largo de la acción, una serie de diálogos en los que ella pasa del entusiasmo inicial a acatar el casamiento conveniente con Sobón que le concierta su padre (Polichinela), siempre en un clima que confunde realidades y fantasías, sobre un escenario teatral cuyo público reúne, llamativamente, a personajes históricos de diferentes épocas y cataduras.
Arlequín y Crispín conciertan las infamias y calumnias que matan la ilusión de Pierrot, quien se expresa siempre en un vocabulario romántico, y cuyos aliados son Rip, Pingüino- un salvaje colonizado-, tres mendigos, el niño que vende periódicos y un pequeño grupo de estudiantes. A esa actitud desinteresada de pobres se une la de los jóvenes, según un tópico bastante generalizado en el discurso intelectual de la época y acorde con el triunfo de la reforma universitaria. Así como la sátira contra el periodismo: a Shakespeare le niegan la crónica de teatros en El Faro de Villaloca, pero le proponen que se encargue de tauromaquia.

Hablar de "farsa" y apelar a algunos arquetipos de la Commedia dell Arte italiana nos trae también reminiscencias de Jacinto Benavente (Los intereses creados ,1907, La ciudad alegre y confiada, 1916) y del discurso noventayochista español. El capítulo IX se abre con la proyección de un filme que satiriza la producción hollywoodense (es una Superproducción de Fair Eyes, World Film, Los Angeles, que cuesta 500 billones) y donde Pierrot peregrina a casa de su madre, que muere en sus brazos no sin antes culparse: "¿Por qué te he dado mi alma limpia y sentimental?" (Ugarte, 1924: 223). Al encenderse las luces, un referee decreta Goal mientras masca swin-goum y un enano encabeza a los genízaros que acusan a Pierrot de asesino.
Pierrot se suicida, pero, para que no se convierta en víctima inocente, juez y verdugo deciden ejecutarlo "después de muerto". La muchedumbre, afónica, ruge por el triunfo de Arlequín hasta que irrumpen unos enmascarados e incendian el teatro, la comedia y a los cómicos, mientras huye el público. La sátira victimiza al artista y recuerda lo sucedido en Europa desde la segunda mitad el siglo XIX, cuando los escritores "se constituyen, frente a la sociedad, en clero escarnecido y distante" (Benichou, 1981: 439).

Las Confidencias y recuerdos de 1932 resumen y replantean diversos aspectos de la desorientación, vacilaciones y dudas de nuestra intelectualidad en las primeras décadas del siglo XX. La reincidencia en "falta de adaptación al medio" o retraso evolutivo atestiguan resabios positivistas. También apelar a los criterios del nativismo, en cuanto a lo que debería ser la literatura nacional (escribir lo regional, el terruño, la esencia autóctona), acusan un lastre. Del cual Ugarte se libera cada vez que reconsidera al "teatro criollo".

La crítica sigue castigando a Eduardo Gutiérrez, pero sobre el Moreira "se escribirá todavía cuando muchas obras fastuosas se hayan hundido en el olvido" (Ugarte, s/f: 100), porque su héroe era generoso y reparador; porque las representaciones circenses alegraban al público al permitirle reconocerse en escena. Insiste exageradamente en la falta de una producción literaria propia, no imitativa, si bien alguna vez, y a propósito de las cartas de lectores a los periódicos, sostiene que "el 'público', en su alta y noble expresión, no es la masa ignorante y dócil que algunos imaginan para enaltecer su vanidosa suficiencia" (Ugarte, s/f: 133).

Sobre la profesionalidad tiene respuestas erráticas. Por un lado se aferra a un elitismo del "talento", añoranza de la "gloria" y "fe en los valores eternos" que recuerdan al Rubén Darío aristocratizante; por otro, denuncia con precisión cómo el editor Garnier, con el cual trató, explotaba al escritor malpagando un original o retaceándole sus derechos: "El se reservaba, desde luego, todas las ventajas; a nosotros, como concesión suprema, nos entregaba una ínfima suma. (Ugarte, s/f: 54). Esas contradicciones bastan, sin embargo, para darle un lugar diferente dentro de la intelectualidad nacional de la época.
Si en el texto ficcional de 1924 parecía despreciar al cine, cinco años después y en la revistas chilena Atenea nos sorprende con esta lúcida reflexión al respecto:

"No es posible imaginar todavía lo que ese infante, que ya nos desconcierta con los
maravillosos horizontes que abre a la creación y al ensueño, llegará a ser así que
se despoje de las reminiscencias extrañas y de las imposiciones de un público que
todavía no sabe pedirle, en muchos casos, más que la comedia divertida o las
emociones del folletín." (Borge, 2005: 89)

 

EDUARDO ROMANO


Bibliografía.

Benichou, Paul. (1981 <1973>) La coronación del escritor. Ensayo sobre el advenimiento de un poder espiritual laico en la Francia Moderna. México, Fondo de Cultura Económica.
Bolleme, Genevieve (1990 <1986>) El pueblo por escrito: significados culturales de lo popular. México, Grijalbo-Consejo Nacional para la Cultura y las Artes.
Darío, Rubén. (2002) Prólogo a Crónicas del bulevar. París, Garnier.
Galasso, Norberto:
(1974) Manuel Ugarte I. Del vasallaje a la liberación nacional. Buenos Aires, Eudeba.
(1978) Manuel Ugarte. La nación latinoamericana. Compilación, prólogo, notas y cronología. Caracas, Biblioteca Ayacucho 45.
Maíz, Claudio y Olalla, Marcos.
(2010) Estudio preliminar a Ugarte, Manuel: Crónicas del bulevar. Buenos Aires, Biblioteca Nacional, Colección Los raros 32.
Ugarte, Manuel. Crónicas del bulevar (2002 <1902>) . Buenos Aires, Biblioteca Nacional, Colección Los raros 32.
(1906) Enfermedades sociales. Barcelona, Sempere.
(1908 a) Las nuevas tendencias literarias. Valencia, Sempere.
(1908 b) Burbujas de la vida. París, Ollendorf.
(1924) El crimen de las máscaras. Valencia, Sempere.
(<1932>, reedición sin fecha) El dolor de escribir (Confidencias y recuerdos). Prólogo de Miguel Unamuno. Buenos Aires, Fondo Nacional de las Artes, Colección Autobiografías, Memorias y Libros olvidados 8.

 

(1) Este fragmento pertenece al volumen Intelectuales, escritores e industria cultural en la Argentina (1898-1933) de próxima aparición en la editorial La Crujía.

(2) Para la filiación de los términos despectivos empleados, remito a Genevieve Bolleme: Le peuple par écrit, Primera parte. Y sobre todo a las citas de Diderot en la Encyclopedie. Es decir que los prejuicios sobre “el pueblo”, “lo popular” y su falta de “razonamiento” se remontan fundamentalmente al siglo XVIII, aunque la autora de este ensayo los rastree -de manera muy erudita- desde la Antigüedad.

 

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La iniciación literaria de Julio Cortázar, más allá de Borges y Marechal (Primera Parte)

Como suele ocurrir con los títulos, el de esta conversación (1) no satisface lo que me gustaría transmitirles y por eso comienzo por aclararlo: propongo que, entre 1938, fecha de su libro de poemas Presencia, y 1952, fecha –según el propio autor- en que escribió el cuento Torito transcurre lo que, a falta de otro término mejor, elegí llamar “iniciación literaria” de Julio Cortázar. En ese trayecto, consiguió definir su propio lugar dentro de una poética con la cual sólo tenía coincidencias parciales para distanciarse pronto y establecer un proyecto propio cuya sombra cubriría todo el período posterior, que llega por lo menos hasta 1976.
También aclaro que esta reflexión forma parte del último capítulo de un libro dedicado a la relación entre poéticas y políticas culturales en la literatura argentina, entre 1813 y 1959. Entiendo por poética, sintéticamente, una concepción de la literatura y su práctica conexa. El surgimiento y funcionamiento de cada poética está condicionado o al menos vinculado con políticas culturales en vigencia y la relación entre ambas puede establecerse a través de una reconstrucción de las múltiples discursividades sociales que interactúan en un mismo contexto histórico (Angenot, 1998).

En cuanto a las fechas elegidas, son las que señalan la aparición de la gauchesca, en un extremo, y la disolución o por lo menos pérdida de peso hegemónico que sufren, apenas pasada la mitad del siglo XX, el nativismo-criollismo y el reformismo (desde su variante conservadora hasta la socialista-comunista). Sucede entonces un rebrote esteticista, cuyo fundamento proviene del simbolismo tardío francés (de Mallarmé a Valéry) y que encabeza Jorge Luis Borges, por lo menos desde Acercamiento a Almotásim (en Historia de la eternidad, 1936), y al que podemos catalogar de transición hacia otra época o directamente de cierre de una época en términos de historia literaria nacional.

¿Por qué un cierre? Porque Borges en ese texto, publicado bajo el título Dos notas y junto a Arte de injuriar, comienza a desordenar el tablero de los géneros y de las divisiones instituidos. En efecto, Arte de injuriar es una nota ensayística, pero Acercamiento a Almotásim es un supuesto comentario bibliográfico que termina por ser la narración (presente) de otra narración (ausente y fraguada) y que formula la posibilidad de narrar desde otro posicionamiento enunciativo. Después, en Ficciones (1935-1944) calificará de artículo a Tlon, Uqbar, Orbis tertius, de nota a Pierre Menard, autor del Quijote, y de epístola a La Biblioteca de Babel.


Ahora bien, cuando señalo, como en este caso, los fundamentos externos de cualquier poética, me interesa sobre todo partir de esa filiación para analizar en seguida cómo se reconvirtieron algunos de sus rasgos en nuestro contexto político-cultural, el latinoamericano y rioplatense o argentino, y a través de un imaginario individual y otro colectivo. Borges y el grupo de la revista Sur, fundada en 1931 por Victoria Ocampo, acataron el giro racionalista y el ideal de una poesía pura que distinguió al simbolismo tardío francés desde el final de la segunda posguerra. Valéry, cercano del surrealismo en sus comienzos, publica en 1917 La Jeune Parque y vuelve a las tradiciones poéticas europeas prevanguardistas.

Se erige en bastión del “espíritu” centroeuropeo, último reducto de los valores –civilización, progreso, arte, cultura- “que sólo ella sabe realizar”, según dice en una Conferencia de 1922 leída en Zurich. Y donde añade que de ese Espíritu europeo, con mayúsculas, “América es una creación formidable” (Valéry, 1940: 43-63). Esos valores refrendados por la expansión o colonización europea son los que la poética borgiana acoge, como lo evidencia su poesía posterior a 1930. Pero, y he aquí las paradojas de tal asimilación, Valéry nunca hubiera publicado en un diario como Crítica, en cuyo suplemento multicolor que codirigía insertó Borges los relatos que formarían su Historia universal de la infamia, ni escrito comentarios cinematográficos (los de Borges en Sur), ni convertido su interés por los mitos en cuentos fantásticos.

Con esta última clasificación, de todas maneras, voy a disentir. Si le damos carácter compacto, hablar de narrativa fantástica, como suelen hacer muchos de mis colegas, disminuye las diferencias entre Borges y Cortázar, quedan confundidos bajo el rótulo narradores antirealistas. Propongo, para priorizar las diferencias, seguir otro derrotero. La poética borgiana no sólo responde a esos nexos con el simbolismo tardío francés, entre otras marcas externas a las que en parte me referiré luego, sino a tradiciones internas, las que me indican que nuestra primera poética esteticista, el modernismo, ya cultivó lo fantástico. Podemos leerlo en los cuentos Thanatopia (1893) y El caso de la señorita Amelia (1894) de Rubén Darío o en el volumen Las fuerzas extrañas (1906) de su mejor discípulo argentino, Leopoldo Lugones.

Es decir que, un buen punto de partida, consiste en preguntarnos hasta dónde la poética borgiana posterior a su etapa criollista (incluye todos sus libros, de ensayos y poemas, publicados durante la década de 1920 y termina con una biografía que sirve de bisagra, el Evaristo Carriego de 1930) puede ser calificada de esteticista y cómo y por qué sucede esta reaparición del esteticismo durante los años treintas. Aclaro que, cuando digo esteticismo, pienso en una poética que aspira a la total autonomía de la literatura respecto de los otros discursos sociales. Algo que nunca pasó de ser una utopía, basta recordar que Darío fue también el autor del cuento El rey burgués, una caricatura de ese sector social, o de los recién llegados a ese sector social, y del poema A Roosevelt, un claro cuestionamiento a la política norteamericana respecto de América Latina y una defensa de nuestras raíces culturales hispánicas.

Responder a las razones de tal reaparición esteticista en los años 30, ya no parece tan fácil ni rápido. Se puede medir, en parte, observando las diferencias entre la vanguardista Martín Fierro de 1924-1927, y la mentada revista Sur, que comienza a editarse en el verano de 1931. El paso intermedio es la revista Síntesis (1928-1930), donde muchos de los ex martinfierristas deponen sus bravuconadas ultraístas o futuristas y adoptan un tono mucho más morigerado. La crisis económica mundial de 1929 fue un detonante y la recomposición neoliberal (¡qué vieja y qué actual es esta denominación!) del general Agustín Pedro Justo, tras a la breve y timorata aventura corporativista de otro general, José Félix de Uriburu, parece anunciar el nacimiento de un país distinto, dispuesto por ejemplo a industrializarse.

Veo cierta correspondencia entre tal inquietud y ciertos síntomas manifiestos del campo literario. Leopoldo Marechal habla en varias ocasiones de un “llamado al orden” que pondría fin al cruce de vanguardia y criollismo que se puede leer en su libro Días como flechas (1926) y “retrocede”, si es lícito usar este término sin cometer evolucionismo, a varios maestros medievales (Dante y los fedeli d’amore en primer lugar, pero también el Roman de la rose) para componer Laberinto de amor (1936), los Sonetos a Sophia y El Centauro, ambos de 1940. Abandona el verso libre y retorna a los metros canónicos. Lo hace como católico convencido y progresivamente nacionalista.

Algo similar le sucede, en la vereda de enfrente, a Borges. Terminada su fascinación por los suburbios que conectan la pampa y el asfalto, cuyos paisajes registran sus primeros libros de poemas (desde Las calles céntricas del primer libro hasta El paseo de Julio del tercero), por el coraje de los guapos y los velados códigos del malevaje (lo que va de Hombres pelearon a Hombre de la esquina rosada), también renuncia al versolibrismo. Entre otras cosas, para reconciliarse con Lugones -al cual Marechal había atacado desde Martín Fierro por aferrarse a la vigencia poética de la rima- y con las formas métricas consagradas.

A Lugones le dedica los poemas de El otro, el mismo que inician su nueva etapa. La dedicatoria está formulada de funcionario a funcionario, de un director de la Biblioteca nacional a otro que estuvo a cargo de la Biblioteca del Maestro; de un intelectual roquista y conservador, redactor de la proclama que leyó Uriburu en 1930, a otro, también conservador y simpatizante de la dictadura militar instaurada en septiembre de 1955. Borges imagina, además, entregarle su libro en circunstancias atemporales: “mañana yo también habré muerto y se confundirán nuestros tiempos y la cronología se perderá en un orbe de símbolos y de algún modo será justo afirmar que yo le he traído este libro y que usted lo ha aceptado”.

Acabo de emplear “ atemporales” sin ninguna inocencia. La nueva poética narrativa que Borges bosqueja trata de escapar a la actualidad y es también utópica, de ahí la sensación de extrañamiento que produzca muchas veces leerlo. Salirse de la retícula espaciotemporal implica disolver la “cronología”, para emplear los mismos términos que Borges, en “un orbe de símbolos”. ¡Qué escasa diferencia entre esa afirmación y la que Charles Baudelaire asentara en su famoso poema Correspondencias de Las flores del mal (1857)! El francés entreveía, más allá de las formas naturales, un poblado “bosque de símbolos”. O sea que también Borges retrocede, en lo que sería su retorno al “orden”, pero no tanto como Marechal; sus fuentes son las del simbolismo literario, una de cuyas estaciones terminales fue Paul Valéry.

Con motivo de su fallecimiento, en 1945, Sur le dedicó un número homenaje. El aporte de Borges encomia sobre todo su sobriedad neoclásica y su defensa del espíritu: “Proponer a los hombres la lucidez, en una era bajamente romántica, en la era melancólica del nazismo y del materialismo dialéctico, de los augures de la secta de Freud y los comerciantes del surréalisme, tal es la benemérita misión que desempeñó (que sigue desempeñando) Valéry (…) un hombre que, en un siglo que adora los caóticos ídolos de la sangre, de la tierra y de la pasión, prefirió siempre los lúcidos placeres del pensamiento y las secretas aventuras del orden”. Otro oxímoron para oponer el equilibrio conservador a los desbordes (estéticos, políticos, etc.).

Por eso también la nueva poesía borgiana recurre a símbolos. ¿O no es simbólico el Francisco de Laprida que cobra voz en el Poema conjetural de 1943? Y cobra voz para afirmar : “Yo que anhelé ser otro, ser un hombre/ de sentencias, de libros, de dictámenes,/ a cielo abierto yaceré entre ciénagas; / pero me endiosa el pecho inexplicable/ un júbilo secreto. Al fin me encuentro/ con mi destino sudamericano” (Borges, 1964: 148-149). Reaparece el enfrentamiento clásico de las armas y las letras, pero se le suma el de “los bárbaros, los gauchos vencen” al que estudió “las leyes y los cánones”, la dicotomía sarmientina de la barbarie contra la civilización. Pero a ese triunfo coyuntural, la voz poética lo convierte en símbolo permanente de un destino, el sudamericano, e incluso de una situación arquetípica : “En el espejo de esta noche alcanzo/ mi insospechado rostro eterno”.

Estos componentes de libre imaginación (la de inventarle palabras postreras a Laprida), de simbolismos (los doctores o juristas contra los gauchos) y de escepticismo (los intelectuales de este continente, pero tal vez todos y de todos los tiempos, condenados a ser víctimas) son claves para entender buena parte de la poética borgiana. De paso, ese poema da la pauta de que el esteticismo salta las barreras que él mismo se impusiera cada vez que lo juzga necesario y toma posición en la disputa extraliteraria. Por la contraparte, creo que ningún texto literario renuncia a su margen de autonomía, pues de lo contrario desaparecerían los rasgos distintivos de un tipo de discurso.

Quiero detenerme en el primer punto, en los límites del esteticismo, límites marcados por la condición misma del lenguaje, resultado de consensos y acuerdos sociales. Así lo sostenía David Whitney en el último cuarto del siglo XIX; lo retomó y precisó Ferdinand de Saussure a principios del siglo XX y lo profundizó Mijail Bajtin varias décadas después. Sobre esos antecedentes y el desarrollo de la sociolingüística, asegura Marc Angenot: “la crítica del discurso social que yo considero, descalifica, de entrada, todo análisis inmanente de los textos, todo el textocentrismo, el terrorismo formalista (…) La crítica del discurso social no puede preocuparse por los textos solos, ni solamente de las condiciones intertextuales de su génesis: debe procurar ver su aceptabilidad, su eficacia (…) Esta crítica engloba, pues, los habitus de producción y de consumo de tales discursos y de tal tema, las disposiciones activas y los gustos receptivos” (Angenot, 1998: 23).

Esa afirmación implica que una verdadera comprensión de los textos, sin olvidar ni menospreciar todo lo que el estructuralismo nos enseñó en su momento, al margen de sus excesos o de su empecinamiento, implica una ardua y casi imposible tarea de reconstrucción del tejido verbal en contextos precisos y diversificados. Debería cubrir el soterrado vínculo que existe entre los textos escritos más refinados, en un extremo, y las conversaciones banales del comedor o del mercado, en el otro. De cualquier manera, la simple apertura de un texto particular a intertextos que ese mismo texto sugiere significa ya un enorme avance interpretativo.

Para identificar con mayor precisión esa poética borgiana que nos dirigió hacia el simbolismo poético europeo y hacia el modernismo hispanoamericano, conviene detenerse en varios artículos teóricos del autor. Uno, que me limitaré a mencionar porque es de 1926 y la revista Proa, lo tituló “El gaucho y el suburbio son dioses”, término este último que conviene leer como mitos o relatos ahistóricos. En esa ocasión, Borges deslindaba su tarea literaria de la de Güiraldes: éste se ocupó de mitificar la figura del gaucho, sobre todo en Don Segundo Sombra; él estaba haciendo otro tanto con la del malevo, guapo o compadre suburbano. Se advertía ya en esa formulación un cruce con el discurso antropológico que ampliaría al redactar “El arte narrativo y la magia” (Sur, n. 5, Buenos Aires, 1932).

En efecto, Borges opone allí a la novela de caracteres o psicológica, basada en una causalidad incontrolable, ilimitada y fortuita, otra que es discontinua (la del cuento, la novelas de aventuras y las películas de Hollywood). Con lo cual privilegia las posibilidades de un género narrativo (el cuento), de un tipo de novela y de la sucesión de imágenes. Esto último remite a los procedimientos de la magia tal como la había descrito el antropólogo inglés George Frazer (el autor de The Golden Bough, 1890, en 2 volúmenes, que creció a tres en 1900 y a 12 entre 1911-1915).

Borges aprovechó claramente aspectos de esa procedencia en Las ruinas circulares o en Funes, el memorioso. En este cuento, todas las desventajas de la mentalidad primitiva, según la entendía Lévy-Bruhl, otro antropólogo afín con Frazer, son trasladados a un paisano. Y digo desventajas porque esos antropólogos, que no habían realizado trabajos de campo y sacaban sus inferencias de la lectura de crónicas escritas por militares o religiosos participantes de la expansión europea colonial sobre Asia y Africa, presuponían una discontinuidad irreductible entre esa mentalidad “bárbara” y la del hombre “civilizado”. Funes sólo tiene capacidad para percibir lo concreto: “Había aprendido sin esfuerzo el inglés, el francés, el portugués, el latín. Sospecho, sin embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer” (Borges, 1944: 142).

¿Qué impacto ha recibido la escritura borgiana para renunciar a aquella fascinación respecto del nativo que mitificaba en su etapa criollista y condenar ahora a Funes, negarle la capacidad de pensar, aunque tiene “la voz pausada, resentida y nasal del orillero antiguo, sin lo silbidos del italiano de ahora”? A la altura de Ficciones (1944), donde está incluido Funes, sus categorías al respecto, evidentemente, habían cambiado.

Propongo una hipótesis para interpretar ese cambio. Por supuesto que es también discursiva, sólo la transitividad de los discursos hablados o escritos por cada fragmento social en un momento determinado pueden dar cuenta de la génesis y de los efectos de los textos, incluso literarios. Este recurso teórico permite salvar, según lo entiendo, aquellas dificultades que los sociólogos de la literatura, en especial marxistas, encontraban para pasar del paradigma literario al paradigma económico-social.

Lo que Thomas Eliot, Ortega y Gasset y otros ensayistas conservadores escribían entonces acerca de los peligros que acarreaba la irrupción de las masas en la historia debe ser computado para entender mejor el origen de la poética borgiana. Y ese asimilación discursiva debe ser completada con el rechazo de otros discursos, aunque, es claro, esto último sea más arduo de reconocer. Durante la década de 1930 se había constituido el discurso historiográfico revisionista, que cuestionaba la “historia oficial” armada en la década de 1880, principalmente por Bartolomé Mitre y por Vicente Fidel López. Podemos señalar hitos de tal revisionismo, como la aparición de los periódicos Crisol, El Pampero, Nuevo Orden y La Voz del Plata, de los volúmenes La Argentina y el Imperio Británico (1934) de los hermanos Irazusta o Ensayo sobre Rosas (1935) de Julio Irazusta o La historia falsificada (1939) de Ernesto Palacio (ver “El nacionalismo restaurador” en Buchrucker, 1987). En su conjunto, se proponían reivindicar la “barbarie” federal de los gauchos contra la civilización europeizante de los doctores unitarios.

Ante ese discurso nacionalista, que muchas veces mostraba simpatías hacia el fascismo italiano o el nazismo alemán, resultaban ya anacrónicos aquellos mitos elaborados sobre la figura del gaucho o del compadre. Los arquetipos provenientes de la citada corriente antropológica o de la psicología junguiana se prestaban mejor para conjurar tiempos sombríos y Borges lo reconoce claramente en El tiempo circular, ensayo de Historia de la eternidad (1936): “… en tiempos que declinan (como éstos) es la promesa de que ningún oprobio, ninguna calamidad, ningún dictador, podrá empobrecernos”.

Jorge Rivera estudió hace años y con gran precisión este repliegue sobre “lo analógico, los artificios que relativizan causalidad y contradicción, la profundización en el comportamiento pre-lógico o en sus formas derivadas, las instancias mágicas, la idea del eterno retorno, las aporías y las paradojas, los juegos con las geometrías no euclidianas y con los efectos de la relatividad” en la narrativa de Adolfo Bioy Casares, el discípulo más cercano a Jorge Luis Borges (Rivera, 1972: ).

Me interesa ahora cómo, partiendo del mismo repertorio, Julio Cortázar consiguió, entre 1938 y 1952, como anticipé, reformular esa poética hacia otros fines, prácticamente opuestos, en tanto acercamiento al otro (fundamentalmente de clase) y su exploración cognitiva a través de la metáfora y no de los símbolos. Pero antes de dejar a Borges y Bioy, conviene recordar que Bioy abjuró de todo lo que había escrito y publicado hasta 1937 para convertirse en discípulo fiel (por lo menos hasta 1959) y que al prologar su primer libro (La invención de Morel, 1940) ajustado a la poética que Borges proponía, este último lo prologó en lo que constituye un verdadero manifiesto de la literatura a la cual aspiraban.

Comienza por reiterar la ya comentada oposición entre “el intrínseco rigor de la novela de peripecias” y “la libertad plena” (sin control, destaco) de las novelas psicológicas, que termina en “el pleno desorden”. Sobrevalora entonces “el riguroso argumento” desde una posición ahistórica: “libre de cualquier ilusión de que ayer difiere íntimamente de hoy o diferirá de mañana” (Bioy Casares, 1981: 43-45), tres novelas recientes ejemplifican ese tipo de trama: The turn of the screw, Der Prozess y Le voyagueur sur la terre. Citar los títulos en su idioma original y no declarar a los autores (Henry James, Franz Kafka y Julien Green, respectivamente) trasunta que se está dirigiendo a un círculo restringido de lectores, que no son ya los de Crítica.

Cree que la novela de Bioy está a la misma altura de esos títulos (Borges era generoso con sus seguidores ¿no?) y sus componentes policiales respetan y aun amplían el recurso central de tales argumentos: “los hechos misteriosos” no quedan aquí explicados por “un hecho razonable”. Bioy “Despliega una Odisea de prodigios que no parecen admitir otra clave que la alucinación o que el símbolo y plenamente los descifra mediante un solo postulado fantástico, pero no sobrenatural”. Oración enjundiosa, que merece ser desmontada con lentitud.

La razón devela misterios, según estableciera el pensamiento liberal ilustrado desde el siglo XVIII, y puede hacerlo a través del “símbolo” o de la “alucinación”. Esas opciones nos están adelantando ya los caminos divergentes que, a cierta altura, eligieron Borges y Cortázar. El símbolo razonable de uno frente a l conjuro de los fantasmas inconscientes del otro. Es curioso, de todas maneras, que el prologuista ubique a los dos como soluciones racionales cuando, en realidad, su renuncia y negación del pasado vanguardista condenaba todo lo que, en la producción literaria, escapara al control pensante.

En cuanto a que el postulado es “fantástico” y no “sobrenatural”, es interesante consultar a los historiadores de la llamada literatura fantástica, quienes distinguen una etapa en que lo fantástico buscaba manipular los terrores del lector (la de fines del siglo XIX) y otra posterior en que lo inverosímil está apenas sugerido, aunque luego Todorov y Bessiere, por ejemplo, no coincidan en cuál es la clave del efecto fantástico. En la literatura hispanoamericana, agrega Borges, “son rarísimas las obras de imaginación razonada”, frase que sintetiza, en esa suerte de oxímoron, uno de los procedimientos preferidos del autor para su poética.

La libertad imaginativa (de simbolizar, añado) sujeta al control racional, sin caer en la “alegoría”, en la “sátira” o en “la mera incoherencia verbal”. Entre esas opciones, la que elije luego Cortázar no figura, salvo que bajo “mera incoherencia verbal” situemos ciertas transgresiones de vanguardia. En cuanto a Borges, solo o en coautoría con Bioy, cayó –para respetar el verbo que usó en el Prólogo- en las otras dos. En uno de sus cuentos más famosos, El aleph, que apareciera originalmente en Sur, n. 131, septiembre de 1945, Carlos Argentino Daneri es un símbolo de cierta manera de hacer literatura que Borges desprecia y, a su alrededor, organiza una alegoría con bordes satíricos de la vida literaria argentina en los primeros años de la década del 40.

Mediante esa alegoría busca vengarse de que no le otorgaran el Premio Nacional de Literatura en 1942 y en cambio se lo otorgaran a Eduardo Acevedo Díaz, escritor nacionalista, y por una novela histórica. Los poemas que escribe Daneri, su aspiración a componer una “epopeya topográfica” del mundo para lo cual cuenta con un aleph (“¡Qué observatorio formidable, che, Borges!”), los comentarios con que se pondera, remiten todos a lo que el texto niega como literatura. El narrador-Borges califica al poema de “pedantesco fárrago” cuya “enumeración, siquiera parcial, de un conjunto infinito” (Borges, 1962: 175-196) es propia de la literatura que pretende basarse en la observación y no en la imaginación.

No deja de asombrar que cuando llega a la contemplación del aleph, solicite a los dioses –para describirlo- “el hallazgo de una imagen equivalente” (¿una metáfora?), aunque entonces “ este informe quedaría contaminado de literatura, de falsedad”. Parecería desprenderse, de tal afirmación, que la metáfora, a diferencia del símbolo, incorpora a los textos, conjuntamente, rango literario y mentira. ¿Por eso trató Borges de apegarse a lo simbólico e inequívoco, para no correr los riesgos que implicaba la metáfora?

 

 

Notas:

(1) En el Salón Silencioso de la Facultad de Filosofía y letras de la UBA, el 17/4/09.

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La iniciación literaria de Julio Cortázar, más allá de Borges y Marechal (Segunda y última parte)

En su estudio Théories du symbole, Tzvetan Todorov forma una cadena desde el romanticismo hasta el simbolismo respecto del lenguaje poético y el valor asignado a lo simbólico que incluye a Novalis-Coleridge-Poe-Baudelaire-Mallarmé (Todorov, 1978: 340). Me permitiría cerrar esa serie con Valéry. El símbolo remite a un referente reconocible dentro de un paradigma reconocible, por senderos claramente intelectuales. Dice Le Guern en su trabajo sobre La metáfora y la metonimia: “Por oposición a la imagen simbólica, que es necesariamente intelectualizada, a la imagen metafórica le será suficiente con impresionar la imaginación o a la sensibilidad” (Le Guern, 1976:49). Reconoce la exigencia conceptual del símbolo, que comparto, pero es su transparencia intelectual lo que opondría a las ambigüedades de la metáfora. El símbolo acepta traducciones más o menos rápidas que son imposibles frente a la indecibilidad metafórica.

De ahí podemos inferir que para Borges los símbolos son verdaderos (intelectuales, racionales) y las metáforas falsas, también porque sólo la actividad interpretativa del lector las confirma y comprende. Y esta sospecha me lleva a otra, no demasiado tenida en cuenta cuando se habla de este escritor: su desconfianza hacia el lector. No es casual que en muchos cuentos y aun poemas reclame del otro lado a un individuo selecto, a un grupo escogido. No es casual que haya rehecho salvajemente su producción poética de los años 20: del original de su poema El sur, sólo se conserva el título en las Obras completas, mientras que otros han sido drásticamente eliminados o corregidos, y ha escamoteado tres libros de artículos ensayísticos a esas incompletas Obras completas. ¿No implica eso una actitud literariamente autoritaria?

Su viuda lo traicionó “desinteresadamente” cuando hace unos años los reeditó, con una insólita faja que decía “inéditos”. Pero quiero volver a los títulos eminentemente satíricos que escribió en colaboración con Bioy, desde Seis problemas para don Isidro Parodi (1942). De ese conjunto selecciono dos cuentos: La fiesta del monstruo, fechado en Pujato y en 1947, y publicado -como El hijo de su amigo, de 1950- en Montevideo, porque ambos aludían de una u otra manera a la sociedad argentina durante el primer peronismo.

Lo que me interesa de ambos es que intentan ridiculizar el habla porteña de los sectores populares, con rasgos y tics que se reiteran, mediante monólogos, con un alocutorio identificado en la primera oración (Nelly en uno, Ustáriz en el otro). La sátira apunta sobre todo contra la malversación lingüística del que habla: mala pronunciación de ciertas palabras, defectos o incongruencias gramaticales, voces vulgares o lunfardas y palabras inadecuadas, italianismos, frases hechas o refranes -no siempre reproducidos con éxito-, anfibologías, etc.

El resultado es una jerga amorfa, italianizada más que de provincia, lo cual deja sospechar que para el autor todavía la vieja inmigración maleducada y que se acriolló maleva compone las huestes peronistas. Ambos hablantes cuentan sin mosquearse sus inmoralidades: uno extorsionó hasta el suicidio al hijo de quien le salvara la vida – de ahí el título- y se quedó con su novia. El que cuenta la reunión política, al parecer de profesión colectivero (Nelly, empleada, le hizo un regalo en el día correspondiente), reitera que durante el viaje varios participantes, incluido él mismo, intentaron desertar. Ni símbolo, ni metáfora, su relato tiene una mera finalidad panfletaria, señalar que los asistentes acuden obligados a la plaza.

En el trayecto desde el sur, el monologuista y sus compañeros forzados cometieron varios desmanes, cuya culminación es el crimen de un judío, descrito como intelectual: “un miserable cuatro ojos, sin la musculatura del deportivo” (Borges, 1986:100), porque le exigen que salude con respeto la figura del Monstruo y se niega. Además, muere lapidado y ése sería un indicio de que los sucesos no apuntan sólo a lo cercano y actual, que la poética borgiana exorcizara, porque la lapidación es el método tal vez más antiguo para castigar heterodoxias. Así, la oposición semianalfabeto vs. educado u hombres de acción vs. letrado remite a un paradigma arquetípico.

Cuando ya había desplegado los principales formantes de su propia poética, que pretendía ser puramente literaria y recaía sin embargo en guiños satíricos, Borges necesitó escribir estos textos que cierran una etapa de la literatura argentina. Por la condición de los participantes, por su habla deficitaria, por las acciones que incluyen, nos reenvían a la década de 1830. A La refalosa de Hilario Ascasubi y a El matadero de Esteban Echeverría. En éste, los matarifes inmolan a un unitario bien vestido, así como los “muchachos peronistas” de La fiesta del monstruo al israelita con aspecto de lector.

No comparto la opinión de David Viñas y Ricardo Piglia en el sentido de que ese texto y un crimen fundaron la literatura nacional. Entre otras cosas, porque significa olvidarse de la poesía gauchesca anterior. Y que ella fue resultado de un pacto democrático entre la voz del escritor y la del hablante gaucho, una estilización (desde el empleo del verso, obviamente) de la forma como hablaban los sectores más humildes pero más comprometidos de la Banda Oriental, con una revolución que sería traicionada desde Buenos Aires. Esa literatura de base folklórica y oral no prosperó, se hundió junto con el proyecto verdaderamente democrático del caudillo José Gervasio de Artigas.

Julio Cortázar, que reconoció siempre su admiración por el rigor borgiano, no cabe en los límites de aquella poética, tan bien definida en el Prólogo de 1940, y menos aún en los excesos satíricos de la pareja Borges-Bioy. Su poética parte de algunos presupuestos comunes con el fantástico borgiano (revisar entre sus primeros cuentos publicados, La bruja o Una voz en el teléfono) pero pronto adhiere a otros formantes de vanguardia que Borges había rechazado, por “irracionales”. De todas maneras, nunca polemizó con él, pero sí con algunos otros intelectuales de la revista Sur, como en seguida veremos.

Mencioné al comienzo los sonetos de Presencia, cuyo respeto supremo por la musicalidad recuerda a Mallarmé y, por tanto, a la tradición literaria simbolista y esteticista que Borges también adoptara. Pero, en muy poco tiempo, Cortázar advierte las limitaciones de ese camino. Por ejemplo en su primer artículo crítico, dedicado a Rimbaud en la revista Huella, 1941. Esa revista junto a Canto encabezó el movimiento poético neorromántico del 40, al cual el joven Cortázar se acercara. Sostiene allí que tanto Mallarmé como Rimbaud buscaron “romper los cuadros lógicos de nuestra inaceptable realidad”, pero el primero, obsesionado por el rigor formal, “cayó en el total hermetismo”, mientas que Rimbaud optó por “el desatarse total del ser” como una manera de reaccionar contra “la existencia burguesa que se ve obligado a soportar”.

Relaciona entonces, como una parte de la crítica literaria francesa ya lo había hecho, a Rimbaud con el surrealismo, a partir de la Lettre du Voyant , y otorga a ese movimiento la revolucionaria creencia de que “órdenes inconscientes, categorías abisales del ser, rigen y condicionan la Poesía”. O sea que, prácticamente desde su iniciación teórica, Cortázar se incluye en una continuidad romántico-surrealista que lo aleja de aquel retorno al “orden” que, como dije al comienzo, Borges y Marechal cumplieron, cada uno a su manera.

El parámetro siguiente para medir su elección son los 42 breves comentarios bibliográficos enviados a la revista Cabalgata entre noviembre de 1947 y abril de 1948. En el n. 18, último en que colabora, hay una reseña de la novela Sin embargo Juan vivía de Alberto Vanasco. Le señala ante todo descuidos verbales, falso humor, escaso “compromiso personal” en la construcción narrativa. Pero es un indicio de que “empezamos a salir del pozo romántico-realista-naturalista-verista”, con los escasos antecedentes de Macedonio Fernández, Borges y Juan Filloy.

“Si algunos ven en el surrealismo la ruta necesaria, Vanasco se planta en un sincretismo donde Ramón, Lewis Carroll, Kafka … no le impiden jamás ser él mismo en la síntesis del libro. Una sola cosa falta en su obra y es carga poética…” (Alazraki, 1980: 293). Por lo que dice allí, su iniciación neorromántica ha quedado atrás y piensa más en la narrativa que en la poesía. Pero en una narrativa que integre los hallazgos de la poesía vanguardista. Una transfusión que le falta a Vanasco, pero no –acoto por mi cuenta- a otros escritores latinoamericanos de ese momento, como el guatemalteco Miguel Angel Asturias de El señor presidente (1946) o el mexicano Agustín Yañez de Al filo del agua (1947).

En el artículo Situación de la novela (Cuadernos Americanos, a. IX, n. 4, 1950) Cortázar enfatiza hacia el final eso mismo, “la vía poética de acceso” a la condición humana, tal como hicieran Holderlin en Hyperion y Nerval en Aurelia , pero precisa que dicha poesía deberá tener raíz surrealista. No es, pues, la escritura artística de los hermanos Goncourt, sino lo poético que predomina en el lenguaje del Ulysses joyceano, en Naissance de l’ Odysée de Jean Giono, en Les enfants terribles de Cocteau, en Gabriel Miró y en Don Segundo Sombra.

En los años siguientes, hasta 1953, Cortázar colabora en Sur y en Realidad. Revista de Ideas, que dirigía Francisco Romero. Curiosamente, desde aquí polemiza con algunos integrantes del grupo Sur. Ejemplo, Un cadáver viviente, especie de advertencia contra quienes consideraban que la experiencia surrealista era algo concluido: “Cuidado, señores, al inclinaros sobre la fosa para decirle hipócritamente adiós; él está detrás vuestro y su alegre, necesario empujón inesperado, puede lanzaros dentro, a conocer de veras esa tierra que odiáis a fuerza de ser, a fuerza de estar muertos en un mundo que ya no cuenta con vosotros” (Realidad. Revista de Ideas, Buenos Aires, vol. V, n. 15, mayo-junio 1949).

Unos meses después, Irracionalismo y eficacia, publicado en el número doble 17-18 de la misma revista, es una fuerte respuesta a Guillermo de Torre, ex ultraísta, secretario de redacción en Sur y propenso a confundir irracionalismo literario o filosófico con fascismo. En defensa ahora del existencialismo, una vertiente a la que también adhiere con entusiasmo, Cortázar comienza por aclarar que lo irracional abarca “lo inconsciente y lo subconsciente, los instintos, la entera orquesta de las sensaciones, los sentimientos y las pasiones –con su cima especialísima, le fe, y su cinematógrafo, los sueños- y, en general, los movimientos primigenios del espíritu humano, así como la aptitud intuitiva y su proyección en el tipo de conocimiento que le es propio” (Cortázar, 1949: 251).

Su conclusión no es menos certera: “Llevará tiempo comprender que el existencialismo no traiciona a Occidente, sino que procura rescatarlo de un trágico desequilibrio en la fundamentación metafísica de su historia, dando a lo irracional su puesto necesario en una humanidad desconcertada por el estrepitoso fracaso del ‘progreso’ según la razón” (Cortázar, 1949: 259). Las diferencias no son exclusivamente teóricas. En Los anales de Buenos Aires, que dirigía Borges, aparecen Casa tomada (n. 11, diciembre de 1946) y Bestiario (n. 18-19, agosto-septiembre de 1947). Pero también La casa de Asterión (n. 15-16, mayo-junio de 1947) de Borges y un fragmento del poema dramático Los Reyes (n. 20-21-22, octubre-diciembre de 1947) de Cortázar.

Interesante confrontar estos dos últimos textos, porque implican actitudes divergentes frente al mito clásico. La casa de Asterión es un típico acertijo neobarroco, donde el lector educado debe pasar la prueba de ir reconociendo que se le está recontando la historia del laberinto y del Minotauro, para lo cual se le van sugiriendo una serie de indicios. Los Reyes, en cambio, reescribe el triángulo amoroso entre Teseo, Ariadna y el Minotauro que tratara poco antes Gide en Thésée (1946).

Borges halla en el laberinto, sabemos, una manera de imponerle orden al caos. Cortázar, el bastidor para desplegar una metáfora de lo monstruoso o perverso que amenaza desde los sueños, pero también Minos es un gobernante que atemoriza a sus gobernados y el Minotauro un poeta enfrentado con ese poder: debajo del esteticismo, dice Jaime Alazraki, uno de los más constantes estudiosos de Cortázar, “hay una clara reflexión política” (Alazraki, 1994: 55). Comparto que hay un estrato político en la significación, pero no le otorgaría carácter reflexivo sino metafórico. Y estas metáforas, aclaro, no pertenecen al discurso, aunque también allí las hay, sino a la sintaxis narrativa, cuyo espesor atraviesan verticalmente.

Con el lenguaje de Los Reyes el autor estaba luego muy disconforme, según las explicaciones que le da a Luis Mario Schneider, en 1963: “La gran lección de Borges es el rigor, no su temática, que tan poco interesante les resulta ya a los jóvenes iracundos. En cuanto a mí, busco mi propio estilo con la misma voluntad de rigor, aunque mis caminos sean muy diferentes a los borgianos. En Los Reyes me despedí lujosamente de un lenguaje estetizante, que me hubiera ahogado en terciopelo y pluscuamperfectos. En los cuentos que siguieron, escribí argentino…”

De paso, esa confesión me anima a proseguir trabajando tales diferencias, señaladas ya por algún otro crítico (en una bibliografía tan vasta e internacional como la dedicada a estos autores, uno puede ofrecer opiniones ajenas como propias sin saberlo) también especialista en Cortázar, como Saúl Yurkievich (Yurkievich, 1987: 71-82).

Comparto con él que frente a la “impasibilidad clásica” y el “repertorio simbólico” de Borges, Cortázar encarnó una “apertura hacia regiones inexploradas” (Yurkievich, 1987: 68), pero no aclara el papel decisivo de lo metafórico en tal apertura. Entiende, además, que sus cuentos no participaron en igual medida que sus novelas de tal innovación y que en ellos el formante político “escasea” (Yurkievich, 1987: 59), cuando para mí es una napa inexcusable de la significación en casi todos los que forman parte de Bestiario.

Circe sería una buena muestra de esa nacionalización verbal del mito clásico y un ejemplo de asimilación que sólo se apoya en ciertos sentidos del personaje o de la anécdota proveniente de la Odisea para expandirla metafóricamente. Sin poner a prueba la educación del lector, el título nos brinda ya la filiación de la protagonista femenina, Delia Mañara, cuya relación con los animales está en el cuento ampliada y diversificada respecto del hipotexto al cual reescribe.

Sobre ese núcleo ajeno, además, Cortázar metaforiza una serie de niveles significativos: el de las mezquinas envidias de barrio, el de la sexualidad reprimida -en una suerte de homenaje a los amores incompletos en las salas de baja clase media que narraran Horacio Quiroga y Roberto Arlt en su época- y el de la perversa relación de Delia con sus padres. No puedo detenerme ahora a puntualizarlos, pero sí señalar que todos los otros cuentos reunidos en Bestiario (1951) tienen similar polisemia de base metafórica. Con lo cual queda asimismo en evidencia que el autor aprovechó la potencialidad de la poesía surrealista de una manera propia, porque ni André Breton ni Louis Aragon escribieron nada similar cuando narraron.

Respecto de la dimensión políticosocial, no aparece en Circe pero está en la mayoría de los otros cuentos y Juan José Sebreli fue el primero en mencionarla, a propósito de Casa tomada y en su ensayo Buenos Aires, vida cotidiana y alienación (1963). De todos modos, las diferencias socioculturales sí cuentan para comprender por qué Mario le dice a Madre Celeste, a propósito de Delia: “ La odian porque no es chusma como ustedes, como yo mismo” (Cortázar, 1964: 92).

La isotopía invasión, sea de afuera hacia adentro, como en ese cuento, sea de adentro hacia afuera, como en Cartas a una señorita en París, al margen de su vínculo con la movilidad social que se acentúa durante el peronismo, también puede ser explicada desde la intertextualidad con las lecturas antropológicas que Borges, posiblemente a partir del conocimiento con Roger Caillois –llegó a Buenos Aires en 1939, pero ya había comentado a Levy-Bruhl en la N.R.F.- incorporara. Ya lo advirtió tempranamente Noé Jitrik cuando habló de una “zona sagrada” compartida por todos los relatos de Bestiario (Jitrik, 1968: 13-30).

Cortázar reconoció las fuentes antropológicas en una entrevista de Revista Iberoamericana y sin duda también él las aprovechó para distanciarse de un presente asfixiante, según le confesara años después a Ernesto González Bermejo: “la sensación de violación que padecíamos cotidianamente frente a ese desborde popular, nuestra condición de jóvenes burgueses que leíamos en varios idiomas, nos impidió entender ese fenómeno (el peronismo), porque los altoparlantes vociferaban y nos impedían escuchar el último concierto de Alban Berg” (González Bermejo, 1978: 119).

En fin, desde una actitud común antiperonista, Cortázar aborda la problemática con particular inteligencia en Las puertas del cielo. Elige un narrador intelectual que escribe “notas” sociológicas sobre la pareja de Celina y Mauro, y al que en un momento le hace admitir sus limitaciones, no su superioridad: “Me daba asco pensar así, una vez más estar pensando todo lo que a los otros les bastaba sentir”. Incluso cuando los menosprecia, agrega en seguida que practica con ellos una forma de vampirismo: “nunca pude entrar en su simpleza, solamente que me veía forzado a alimentarme por reflejo de su sangre” (Cortázar, 1964: 121). Así presentado, es comprensible que manifieste posteriormente prejuicios respecto de “los monstruos” (provincianos) y opine que impera dentro del Palermo Palace un “falso orden” (Cortázar, 1964: 127).

No confunde, eso sí, los “rasgos italianos, la cara del porteño orillero sin mezcla negra ni provinciana” de Mauro con el rostro achinado de Celina. Con él puede establecer mayor contacto: “nos alcanzamos en lo más hondo” (Cortázar, 1964: 134), declara en un pasaje, como en otra época con un nadador en la pileta del Club. En cambio Celina está del otro lado y cuando ambos creen verla reaparecer en la milonga, después de muerta, el narrador confiesa: “yo no hubiese podido tolerar a Celina como la veía en ese momento y ese tango”, con su “cara arrobada y estúpida en el paraíso al fin logrado” (Cortázar, 1964: 137).

Se recupera de esa visión gracias a “mi notorio cinismo” y lamenta que Mauro insista en buscarla: “volvería agobiado y sediento sin haber encontrado las puertas del cielo entre ese humo y esa gente” (Cortázar, 1964: 138). Su verdadera superioridad consiste en aceptar lo imposible, lo sobrenatural, eso con lo que convivían los primitivos descritos por la antropología que leían y que formaba parte de la herencia cultural de los sectores populares provincianos, migrantes, a quienes tanto despreciaban y temían.

En fin, para llevar estas hipótesis a buen final me faltaría confrontar esa imposibilidad para reconstruir el habla del otro, sobre todo del otro de clase, demostrada por Borges – Bioy en los textos satíricos comentados, con lo que Cortázar alcanza en Torito. El que habla ahí no es un “muchacho peronista”, es cierto, pero se trata nada menos que de un boxeador (Justo Suárez, muerto en 1938), es decir el tipo de deportista menos respetable para la intelectualidad, supuesta encarnación de la fuerza contra la inteligencia. Y digo supuesta porque el texto se encarga de demostrar lo contrario, aunque a Suárez le cueste llegar a una descripción de su estilo, porque existen maneras de boxear, tanto como maneras de escribir. ¿Adonde vislumbró la certeza de que ese salto epistemológico hacia la voz del otro era posible?

Para esto les recuerdo aquel escribí argentino antes citado y, en especial, la recensión que hizo en Realidad n. 14 de Adán Buenosayres. Rechaza partes del texto, las más confesionales y programáticas, como de hecho se había alejado de los símbolos borgianos para seguir una vía metafórica y recuperar la herencia vanguardista. Pero revela un entusiasmo antagónico del resentimiento con que Eduardo González Lanuza escribiera en Sur acerca de la misma novela, seguramente en nombre de los martinfierristas caricaturizados.

Lo que valora es el registro verbal de los VI primeros libros: “Muy pocas veces se había sido entre nosotros tan valerosamente leal a lo circundante, a las cosas que están diariamente, a las voces y las ideas y los sentires que chocan conmigo y son yo en la calle, en los círculos, en el tranvía y en la cama. Para alcanzar esa inmediatez, Marechal…” apeló a “un idioma turbio y caliente, torpe y sutil, pero de creciente propiedad para nuestra expresión necesaria. Un idioma que no necesita del lunfardo (que lo usa, mejor), que puede articularse perfectamente con la mejor prosa ‘literaria’ y fusionar cada vez mejor con ella –pero para irla liquidando secretamente y en buena hora. El idioma de Adán Buenosayres vacila todavía, retrocede cauteloso y no siempre da el salto (…) pero lo que Marechal ha logrado en los pasajes citados es la aportación idiomática más importante que conozcan nuestras letras desde los experimentos (¡tan en otra dimensión y en otra ambición!) de su tocayo cordobés” (Marechal, 1997: 881).

Bueno, al margen del elogio a Lugones, que sería motivo de otras consideraciones, me interesa cerrar estas reflexiones con la certidumbre de que Borges clausuró una época y Cortázar abrió la siguiente dentro de la literatura argentina. Todos los narradores inmediatamente posteriores descubrieron en él una manera de escribir más cerca del habla y de incorporar con fluidez el discurso sociopolítico a la literatura, independientemente de las posiciones tomadas.

Sin Cortázar serían impensables el giro narrativo de Humberto Costantini en Háblenme de Funes (1970), la novela Eisejuaz (1971) de Sara Gallardo o los cuentos Como un león de Haroldo Conti y Negro Ortega de Abelardo Castillo, para citar unos pocos ejemplos. Una manera de sumarle poesía a las narraciones pero en sentido vertical, metafórico, que nada tenía que ver, por supuesto, con la vetusta prosa poética. Una manera de reconstruir la voz ajena, socialmente distante, que reabrió, en otro contexto, lo que practicaran los primeros gauchescos. También para silenciar la reaparición de esas voces se instalaría una nueva y sangrienta dictadura en 1976.

Bibliografía.
Alazraki, Jaime (1980) “Cortázar en la décadada de 1940: 42 textos desconocidos” en Revista Iberoamericana, n. 110-111, Pittsburgh, junio.

Alazraki, Jaime. (1994) Hacia Cortázar: aproximaciones a su obra. Barcelona, Anthropos.

Angenot, Marc. (1998) “La crítica del discurso social: a propósito de una orientación en investigación” en Interdiscursividades. De hegemonías y disidencias. Córdoba, Universidad Nacional de Córdoba.

Bioy Casares, Adolfo. (1981) La invención de Morel. Buenos Aires, Colihue.

Borges, Jorge Luis. (1964) Obra poética. Buenos Aires, Emecé; (1944) Ficciones (1935-1944).Buenos Aires, Sur; (1986) Nuevos cuentos de Bustos Domecq. Madrid, Siruela.

Buchrucker, Christian. (1987) Nacionalismo y peronismo. La Argentina en la crisis ideológica mundial (1927-1955). Buenos Aires, Sudamericana.

Cortázar, Julio. (1949) Irracionalismo y eficacia en Realidad. Revista de ideas. Buenos Aires, n. 17-18, setiembre-diciembre.

Cortázar, Julio. Bestiario. Buenos Aires, Sudamericana, 1964.

Cortázar, Julio. (1997). “Recepción crítica”, dossier en Lafforgue, J. y Colla, F. coord. de Marechal, Leopoldo : Adán Buenosayres. Edición crítica. Madrid, ARCHIVOS-ALLCA-UNESCO.

González Bermejo, Ernesto . (1978) Conversaciones con Julio Cortázar. Barcelona, Edhasa.

Jitrik, Noé. (1968) “Notas sobre la ‘zona sagrada’ y el mundo de los ‘otros’ en Bestiario de Julio Cortázar” en La vuelta a Cortázar en nueve ensayos. Buenos Aires, Carlos Pérez editor.

Le Guern, Michel. (1976) La metáfora y la metonimia. Madrid, Cátedra.

Rivera, Jorge B. “Lo arquetípico en la narrativa del 40” en Nueva novela latinoamericana 2. Buenos Aires, Paidós.

Todorov, Tzvetan. (1978) Théories du symbole. Paris, du Seuil.

Yurkievich, Saúl (1986) Julio Cortázar, al calor de tu sombra. Buenos Aires, Legasa.

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JORGE BERNARDO RIVERA

Nunca pensé que en esta sección escribiría alguna vez acerca de Jorge Bernardo Rivera (1935-2004). Más bien estaba pensando, desde que comencé a colaborar con la revista, en pedirle alguna nota acerca de los numerosos temas que había estudiado a lo largo de su extensa y constante labor y que cubrían aspectos tan variados de la cultura nacional.

Nos habíamos conocido en 1957, cuando por intermedio de Ricardo Oliver -luego se convertiría en su cuñado- vino a unas reuniones que improvisábamos para preparar el ingreso a la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, ya que la dictadura implantada dos años antes nos sometería a un examen de "cultura general" para admitirnos.

En ese primer contacto, me asombró que alguien apenas unos años mayor, tuviera un bagaje de lecturas tan variado y tan meditado, desde los clásicos grecolatinos hasta los escritores del siglo XX. Pero mi asombro no se detendría ahí, en lo más mínimo. Rivera decidió finalmente no dar su examen de ingreso, seguro porque era un autodidacta convencido y el estudio sistemático, pero impuesto desde afuera, debía resultarle inadecuado.

Nos uniría, sin embargo, otra pasión, la de la poesía, e intercambiamos manuscritos, aunque también descubrí entonces que Jorge había participado en una Antología de los poetas Madí, en 1956, y la vigencia que seguían teniendo ciertos movimientos de vanguardia (yo andaba con mi Vicente Huidobro bajo el brazo, como un gran descubrimiento y como una defensa contra ciertos poetas sociales en busca de consignas, con los cuales había colisionado recientemente en un bar de Callao casi Rivadavia).

Comencé a visitarlo en su oficina del Ministerio de Obras Públicas, a iniciar allí conversaciones que seguían luego en el bar Los Galgos de Lavalle y Callao, alentadas por el es-pesor y las alas de la ginebra, y que solían terminar en cualquier otro boliche entre Once, cerca de donde yo vivía, y Flores, donde habitaba con sus padres. A algunas reuniones se sumó poco después Alejandro Vignati, víctima de cirrosis hace ya veinte años, y en un cruce que me costaría reconstruir en detalle, otros dos poetas cercanos al comunismo: Susana Thenon y Juan Carlos Martelli.

Ese cuarteto al parecer disonante, en varios aspectos, pero reunido por los energéticos vientos de la década del 60, elaboró una hoja plegada de ambos lados y que doblábamos manualmente: Aguaviva. Apenas cuatro números, pero algunos historiadores la mencionan como una resonancia local de la beat generation y, de hecho, establecimos en aquellos momentos cierta comunicación con Allan Guinsberg y con Gregory Corso. Un poco después, en otra insólita coalición con Luisa Futuransky y René Palacios More, imprimimos un Boletín de poesía hoy que no superó los dos números. Mientras tanto, colaboramos en otras publicaciones similares y me enteré de que ese mismo ex madista estaba preparando, con tenacidad y erudición, una Antología de la poesía gauchesca menos conocida y que al fin publicaría Jorge Alvarez, en 1968.

Esa facilidad para desplazarse entre los extremos, de encontrar nexos entre la innovación y la tradición, de echar por tierra con las barreras preconcebidas entre lo supuestamente culto y lo popular, debió de abrirme un panorama inusitado, del cual no me hablaban en las clases de la Facultad. Y que aproveché de inmediato en un artículo donde sometí a los llamados poetas de la "generación del 40" a un careo sin anestesia con la poesía - escrita o cantada- de Homero Manzi.

Ya por entonces Rivera transitaba hacia un lenguaje poético más coloquial, el de Poemas vecinos (1957), que se agudizaría con La explosión del sueño (1960) y con Beneficio de inventario (1963). Editamos ambos en la colección de Nueva Expresión y eso ya sucedía en medio del debate político con liberales, comunistas, trotskistas o el MALENA de Ismael Viñas, y en búsqueda de una identidad nacional-popular que nos ayudaron a encontrar, simultáneamente, el peronismo y lecturas de Antonio Gramsci.

La revalidación de lo popular y sus secretos intercambios con lo que otros aislaban en el depósito de lo "culto", nos llevó a trabajar en distintas colecciones y fascículos del Centro Editor de América Latina. Allí conocimos a Aníbal Ford, ampliamos la discusión y emprendimos ensayos solos o en colaboración que nos tendrían ocupados, junto con la militancia político-cultural, durante la década de 1970. Por ejemplo, dictando en yunta Literatura Argentina, en la Facultad intervenida por el triunfo electoral de 1973, e inmediatamente después Proyectos político-culturales en la Argentina, que era obligatoria para alumnos de varias carreras y que fue "desaparecida" cuando sobrevino el golpe militar de 1976 y nunca retornó.

Entre esas fechas y 1986, cuando preparamos el volumen Claves del periodismo argentino actual (Tarso), trabajamos seguido en colaboración, con un método muy sencillo: nos dividíamos el campo que abarcaría cada uno y al cabo nos reuníamos para ensamblar las dos partes, que solían acoplarse con una facilidad sorprendente. Buena parte de esa producción, y de las comunicaciones que leíamos y comentábamos en las reparadoras reuniones de ASAIC, que nos permitían (junto a Oscar Steimberg, Oscar Traversa, Heriberto Muraro, etc.) conservar una llama encendida en tiempos difíciles, de persecuciones y secuestros, de trabajos semiclandestinos.

Toda esa labor desembocó en un libro conjunto, de los dos y Aníbal Ford, que titulamos Medios de comunicación y cultura popular (Legasa, 1983).

A partir del 83, contribuimos a la organización de la carrera de Comunicación, donde Rivera ocupó la cátedra de Historia de los medios mientras yo me dedicaba a pelear un lugar en Filosofía y Letras, aunque a sugerencias de un sector (peronista) del estudiantado, también me hice cargo del Seminario de cultura popular y cultura de masas desde 1989. Con los materiales organizados para dictar su cátedra, Rivera gestó algunos de los libros que vendrían a completar su extensa bibliografía, dispersa en gran medida por la prensa periódica (La Opinión, Noticias, Clarín, Tiempo Argentino, Los libros, Crisis), por numerosas revistas, nacionales y del extranjero, que tenemos la obligación -intelectual y moral- de reunir.

Uno de esos libros fundamentales fue La investigación en comunicación social en la Argentina (Perú, DESCO-ASAICC, 1986) que reeditó Puntosur un año después. A la síntesis introductoria, que fundamenta las varias vertientes que convergieron para el surgimiento de los estudios culturales en el país, le sigue una Bibliografía rigurosamente anotada que resultará siempre de consulta indispensable al respecto.

Otro, tal vez más deslumbrante por el acopio de erudición en distintos frentes y niveles, lo tituló Postales electrónicas. Ensayos sobre medios, cultura y sociedad (Puntosur, 1994). Sus materiales provenían de colaboraciones periodísticas que se iniciaron en Clarín(1990-1991), pero cuando la conducción del suplemento Cultura y Nación decidió adoptar un sesgo más light (superficial), acorde con el auge neoliberal, prosiguieron en El País de Montevideo (1991-1993) y a Rivera le gustaba decir que se había convertido en un periodista uruguayo (país en el cual había cursado su enseñanza media).

Imágenes, Máquinas, Ciudades, Escrituras, Lecturas, son las cinco partes en que agrupó una suculenta información acerca de una etapa paleotecnológica y otra signada por la presencia de microordenadores, rayos láser, cohetería interplanetaria, comunicación satelital, imágenes holográficas, videojuegos, computadoras, televisión por cable...

Entre ambas traza secuencias originales de intercomunicación y despliega, al pasar, manojos de datos acerca de los orígenes y trayectoria del cine, la radiotelefonía, los héroes mediáticos, la literatura policial y otros tantos patrimonios culturales de las más diversas procedencias que Rivera conocía e integraba con particular fluidez.

De 1995 data El periodismo cultural (Paidós), que provee de un abundante material didáctico a quienes quieran asomarse a tales prácticas discursivas. Si comienza por definir allí lo que es el periodismo en relación con la cultura, sigue por caminos tan diversos como los géneros de las publicaciones periódicas, su historia -suscinta pero imprescindible-, la condición del periodista profesional y hasta un manual de estilo para la escritura de notas e inclusive guiones radiales y televisivos. Cierran el volumen, que tiene verdaderas características de manual polivalente, cincuenta páginas de testimonios y experiencias concretas.

Todo ese precioso legado de erudición y de trabajo diseminado por sus libros, de los cuales me he limitado a citar algunos, le asegura a Rivera, creo, una vigencia entre las jóvenes generaciones de lectores y estudiosos que excede los términos de este recuerdo personal y una merecida permanencia en la memoria cultural argentina.


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¡CUANTO PODEMOS APRENDER DEL PRIMER MUNDO!

El último domingo, leyendo la sección Enfoques del diario La Nación, tropecé con una nota de Juana Libedinsky titulada Enseñando a Bob Dylan - Literatura con el siguiente encabezamiento: "El titular de la cátedra de poesía de la Universidad de Oxford, Christopher Ricks, está conmocionando el mundo de las letras al enseñar las canciones del cantante norteamericano junto a las obras de Shakespeare, Tennyson, Keats y Jean Austen". El profesor, de 70 años, no "juega a hacerse el joven", afirma la periodista que lo entrevistó en Londres, y acaba de publicar un volumen (Dylan's visions of sin) dedicado al cantante.Una investigación de 500 páginas que justifica diciendo:

"Dylan está en la misma categoría de los grandes poetas de la lengua inglesa si tenemos en cuenta el uso de las palabras, la originalidad inventiva y el coraje en el uso del lenguaje". Además, "arriesga que la música pop y el cine son las artes que hoy pueden lograr lo que el teatro shakesperiano hizo siglos atrás".

Ricks había escuchado a Dylan de manera indiferente hasta 1968, cuando en Desolation Row descubrió palabras de Ezra Pound y de Thomas S. Eliot que lo impresionaron. Bueno, la fecha no es intrascendente, creo que hacia entonces hubo una reformulación por lo menos parcial -la mayoría de los críticos "cultos" se abroquelaban sobre los nombres venerables y exclusivamente letrados- de los vínculos entre la llamada "alta cultura" y la industria cultural. Por lo menos fue en aquel momento, más precisamente en 1965, cuando, recién egresado de la benemérita Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, escribí el artículo ¿Qué es eso de una generación del 40? donde terminaba enfrentando a los neorrománticos de esa década con la poesía, entonces para mí más realista y fiel a su entorno, de Homero Manzi.

Poco después, a comienzos de la década del 70, dicté un curso de Literatura española, que convertí de hecho en una Introducción a la Literatura, pues me parecía más útil para los alumnos de la carrera de Turismo a los que estaba destinada, en la Universidad de Morón. Allí dedicaba siempre la última unidad del programa a Literatura y medios de comunicación y, en general, privilegiaba las relaciones entre poesía y canción. Los ejemplos elegidos eran, según recuerdo, Jacques Brel, George Brassens y la canción social francesa, Soplando en el viento de Dylan, las versiones musicalizadas de poemas de Antonio Machado y la producción original de Joan Manoel Serrat y Alberto Cortés, etc.

Para auxiliarme y como material bibliográfico anexo contaba con una colección (Los Juglares) de Ediciones Júcar de Madrid cuyo primer volumen, aparecido poco antes, estaba dedicado a Bob Dylan con un estudio preliminar de Jesús Ordovás. Y la serie había continuado con Brel, Serrat, Brassens, los Beatles y Rolling Stones, Jimy Hendrix, detrás de los cuales apareció nada menos que Atahualpa Yupanqui presentado por Félix Luna.

Luego hubo tomos dedicados a Eduardo Falú, Horacio Guaraní y El corrido popular mexicano, entre el repertorio latinoamericano, pero no contemplaron la posibilidad de incluir a ninguno de los poetas del tango, ni del emergente rock nacional. Respecto de la apreciación poética y cultural de los cantautores, remito asimismo al número anterior de El escarmiento, donde se comentó un estudio del profesor universitario tucumano Ricardo Kaliman sobre Yupanqui (seudónimo de Héctor Chavero). Queda claro, creo, que esa corriente revisionista de los nexos entre el mundo más y menos letrado tuvo sus pioneros en aquella época, cuando muchos otros aspectos de la "cultura oficial" eran cuestionados, se crearon las "cátedras nacionales" en la carrera de sociología, hasta entonces sometida al funcionalismo norteamericano más un poco de la escuela de Frankfurt, y en la carrera de Letras, cuyo Departamento estaba a cargo del poeta Francisco Urondo, con Aníbal Ford y Jorge Rivera propusimos enfoques que modificaban concepciones vigentes del objeto literario. Sobre esas innovaciones nada dice, lamentablemente, Claudio Sansúbar en los capítulos 7 y 8 de su reciente ensayo Universidad e intelectuales. Educación y política en la Argentina (1955-1976), Buenos Aires, Flacso-Manantial, 2004.

También vale recordar que en un fascículo de Capítulo Universal, La Literatura Contemporánea 38, La canción popular (Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1971), colección que se vendía profusamente en los quioscos, Rivera repasaba los meca-nismos básicos que pasaron del cancionero tradicional a las grabaciones mecánicas y abordaba en particular los aportes estadounidenses desde mediados del siglo XVIII, así como una cronología de las relaciones entre tecnología y canción; Ford, por su parte, desarrollaba las transformaciones del tango canción durante el siglo XX.

Aclaré antes, un poco al pasar, que tales planteos no estaban generalizados ni mucho menos. Una buena prueba de eso es la Antología esencial de poesía argentina (1900-1980), título pretencioso cuya Introducción no disimulaba numerosos prejuicios, y que editara Aguilar (Madrid, 1981). Su responsable, Horacio Armani, actualmente académico de las letras argentinas (?), era además frecuente colaborador de La Nación y aprovechaba entonces esas páginas para combatir un avance de lo popular que le disgustaba, aparte, me imagino, de intimidarlo.

De su muestrario "esencial" excluía a Evaristo Carriego, a Nicolás Olivari, a José Portogalo y, en general, a todos los poetas con preocupaciones sociales manifiestas. Sin embargo, no se detenía allí y proclamaba:

"Estamos habituándonos a encontrar, cada vez más, ineludiblemente, en las antologías argentinas, una mezcla de tango canción con poesía de alto nivel. Esta tendencia, que comenzó a ponerse en marcha con la irrupción de ciertos ideólogos populistas, es uno de los rasgos más pronunciados del chauvinismo literario argentino. Creer que una sentimental letra de tango puede tener la misma jerarquía que un poema surgido de experiencias artísticas y espirituales de profundas motivaciones, es estar equiparando materias incomparables por sí mismas. Cada cosa en su lugar y en su propia esfera (...) Leopardi no puede estar al lado de Modugno, ni Baudelaire junto a Trenet, ni Eliot mezclado a Frank Sinatra."

Obviamente, los ejemplos estaban elegidos con verdadera mala fe, pero señalaban un desprecio por algo que hoy el mismo diario de los Mitre acata con respeto, seguro porque viene avalado por un docente universitario londinense. Nadie afirmaría que todas las canciones encierran descubrimientos poéticos. Pero...¿acaso todos los que firman un libro de poemas, por el solo hecho del soporte material elegido, pueden ser considerados poetas? En fin, estos problemas los afrontamos ahora con menos prejuicios de los que imperaban en aquellos años, pero la desconfianza y el desdén por lo popular tampoco han desaparecido, esperan el lugar y el instante oportuno para manifestarse, como escaramuzas de una guerra prolongada donde cada uno sabe de qué lado está y por qué.

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CON LA BRONCA NO ALCANZA

Eduardo Romano desmenuza críticamente el libro de Sant Roz, cuyo ajustado título define adecuadamente su objeto, pero su interior pierde la magnífica oportunidad de desmenuzar los funcionamientos de los "aparatos" de comunicación, sin poder hilvanar respuestas político-institucionales adecuadas. La ceguera política del autor parece ser el pequeño síntoma de un vasto conjunto inestable al que las recientes elecciones y el triunfo de Chávez -a pesar de "los medios" (opositores y propios)-parecen consagrar como el de una sociedad radicalmente dividida.


Trato de resumir, con el título elegido, los aspectos más rescatables y también más endebles de esta vehemente defensa (Las putas de los medios. Fuerza Bolivariana Universitaria. Universidad de los Andes, diciembre de 2002) del presidente venezolano Hugo Chávez y de su movimiento bolivariano. Vehemencia que lleva al insulto, bastante reiterado, contra personeros del poder internacional que a todos nos repugnan, pero a los que debemos cercar con denuncias concretas, con datos irreversibles de sus conexiones y genuflexiones, cosa que , por otra parte, el autor también proporciona ( por ejemplo a propósito de Gustavo Cisneros, un zar de las comunicaciones locales que "no sabe expresar coherentemente una frase en español", en las páginas 150156), no obstante lo cual se ha beneficiado con su intermediación en toda clase de negocios electrónicos gracias a la confianza que le tienen "humanistas" como Henry Kissinger o David Rockefeller. En cuanto al autor, José Sant Roz, aclaremos que es docente universitario -en la Universidad Nacional de Los Andes, editora del libro- especializado en Física y Matemáticas, que ha publicado acerca de esas ciencias, pero también sobre historia y política venezolanas. Que acredita una esmerada formación, pues tras haber sido becario en California, enseñó en varias universidades (UCV, UDO, Western Illinois). Simultáneamente, ha desarrollado una intensa actividad periodística en El Nacional, donde sus opiniones le acarrearon el despido, y actualmente en La Razón y Despertar Universitario.

Acordamos con Roz en que han existido campañas terroristas sobre la opinión pública en diversas circunstancias y ocasiones de la vida mundial, desde la descalificación de los republicanos españoles, en 1936, hasta la Guerra del Golfo y la más reciente y siniestra invasión a Irak, cuando se inventó el nombre de armas nucleares para las fuentes petrolíferas ambicionadas. En América Latina, recordamos en especial la violentas destitución de Salvador Allende en Chile (1973) o la confabulación de la "prensa seria" (La Razón oportunista, La Opinión "progre" o La Nación que sabe cuál es su lugar en los momentos decisivos) contra Isabel Perón, en 1976, aunque supieran que detrás de la caída de su errática presidencia acechaba un baño de sangre.

Vale en el libro, por tanto, la denuncia contra quienes, también desde los medios gráficos, radiales y televisivos, impulsaron el solapado golpe de Estado contra el presidente Chávez en abril de 2001. Un relato similar al de aquellos antecedentes citados y donde cumplieron un verdadero protagonismo los canales RCTV, Venevisión, TELEVEN y Globovisión, junto con los periódicos El Nacional, El Diario de Caracas, El Universal, etc.

Las influencias del ex presidente Carlos Andrés Pérez y su partido Acción Democrática, los manejos del sindicalismo burocrático y mafioso de Carlos Ortega. Al punto de bloquear las transmisiones de la gubernamental Venezolana de televisión.

Lo que no compartimos es su anacrónica confianza en los criterios de "manipulación", cuya inconsistencia teórica ha desechado hace tiempo la investigación comunicacional. En parte por una razón que se reitera en el texto de Roz y es la de menospreciar a la audiencia, una vez que se la ha declarado absolutamente pasiva. Un acápite del autor afirma en la página 33: "Cien mil estúpidos es una marcha de la Coordinadora Democrática", es decir de la agrupación que impulsó las movilizaciones golpistas de 2001. El convocado a marchar por las calles es un "proclive idiota"(77) y quienes acatan los eslóganes civilistas "un montón de idiotas" (97).

"Cuando vi las imágenes de gente que iba en la marcha del 11-J, me invadió nuevamente la tristeza. Era gente confundida y manipulada en su inmensa mayoría, mezclada con la escoria más nefasta del pasado político nuestro" (98) Sólo en la página 110 parece reparar en que no todos necesariamente sucumben a las maniobras mediáticas, cuando admite que "si algo ha logrado la inmensa mayoría de los venezolanos es derrotar la falacia constante de los medios; esos millones de personas que marchan a favor de Chávez han dejado de creer en los cuatro canales del Apocalipsis y no compran ni El Nacional ni El Universal, algo admirable".
Tampoco cabe, creo, adjudicar a "cómodos y sangrones de la clase media, que siempre dejan que los demás decidan por ellos" (71) y "a casi todo el mundo de la clase media para arriba" (117) devoción proyanqui, aunque la Coca Cola y otras señales del peor gusto hayan invadido nuestra vida cotidiana desde mediados del siglo XX; ni su total sumisión acrítica al dirigismo mediático, aunque conozcamos las debilidades y ambivalencias de dicha clase social en América Latina. En todo caso, y ante tales sospechas, se esperaría del gobierno, si lo alientan verdaderamente aires renovadores y justicieros, impulsar políticas culturales que maniaten y neutralicen a sus adversarios, por arduo que eso sea, impidiendo las movilizaciones callejeras de que Roz tanto se lamenta.

Otra falencia del trabajo consiste en identificar los medios con sus espacios informativos, donde suele concentrarse el interés desorientador y confusionista que propician ciertos intereses concretos. Todos hemos obviado noticieros de algún canal para disfrutar otros segmentos de su programación. En ese sentido, y partiendo sobre todo de nuestra experiencia, ya que desconozco la agenda de los canales venezolanos, el humor -y en sentido más amplio la ficción-ha cumplido siempre una sutil tarea corrosiva capaz de eludir la torpeza de los censores, sólo preocupados por lo explícito o apenas capaces de leer ese nivel del mensaje.
Cierto machismo tropical lesiona asimismo la justificada ira del autor, como cuando trata de "amariconados" o "asexuados" a algunos programas de Venevisión; cuando enarbola el equívoco eslogan "Chávez no se deja" o cuando acude a argumentos discutibles de Wilhem Reich para formular generalizaciones llenas de presuposiciones e indemostrables: "la clase proletaria está menos congestionada sexualmente que la clase media y la alta; en la clase baja el sexo es más pagano y está mucho menos afectado por tabúes. En la clase media y alta se dan muchos problemas de frigidez, cosa que no ocurre en la baja" (118-119).

Roz debería salirse de su enojo para comprender por qué al humilde camillero que asiste a su madre enferma "se le pega" el "se va se va se va" de los opositores, recordar categorías marxistas como la de alienación y no condenarlo por "imbécil" (89), ni negar al pueblo venezolano la posibilidad de adherir a una propuesta política que puede beneficiarlo, aunque no sea inmediatamente, aduciendo que falta "una generación con carácter, noble y emprendedora" (135). Lo que faltan, al parecer, son organizaciones popular-estatales que instrumenten políticas defensivas y capaces de contraatacar a tiempo.

El libro incluye, en fin, una serie de entrevistas y un apéndice documental necesario. De las entrevistas, sobresale la efectuada a la uruguaya Aram Aharonian, Presidenta de la Asociación de Periodistas Extranjeros y de la revista Question, quien introduce una inteligente diferenciación entre el sectarismo de los medios alternativos y la riqueza de los comunitarios, la ausencia de un clase capitalista latinoamericana independiente - la mayoría son gerentes y no empresarios-y la urgencia de organizar una "política comunicacional" efectiva a favor del gobierno. Nuestro compatriota Zito Lema, Director de la Universidad de las Madres de Plaza de mayo, no aporta nada interesante y en un momento opone civiles a militares, a la manera de los más crasos alfonsinistas de ayer, pasando por alto que desde el general San Martín, el almirante Piedrabuena o el general Savio, hasta los patriotas del GOU, de donde salieron Juan Perón y Víctor Mercante, y los últimos nacionalistas expulsados del ejército por la última dictadura, en 1980, muchos hombre de armas bregaron por una existencia nacional digna e independiente.

La venezolana Vanesa Davies reincide en lugares comunes o crasas ingenuidades acerca de una hipotética prensa profesional y objetiva, como si el avance de los estudios acerca de la enunciación no hubiera descartado ya tales posibilidades, insiste en "los rasgos de la compleja y calculada ciencia para distorsionar la información" (212) como si del otro lado no hubiera más que un sujeto inocuo y desprevenido. Admite, inclusive, que cualquier periodista no está haciendo política -en sentido amplio, claro- cada vez que formula una pregunta, acerca un micrófono, emite ciertas palabras o preguntas y no otras.

En suma, si se justifica la bronca de Roz contra las maquinarias que bregan por extender la postración del continente a los mandatos e imposiciones externas, aliadas con inmorales y corruptos "caballeros" venales, sus encuadres y análisis adolecen de muchas debilidades que, al fin de cuentas, no socavan de modo contundente las posiciones del enemigo. Pero ya hace muchos años en varias ocasiones Perón reiteró, confirmando también así su sagacidad política, que el peronismo había triunfado en 1946 con todo el aparato cultural en su contra; que lo derrotaron en 1955, cuando toda la prensa era oficialista, y que recuperó el gobierno en 1973, cuando la dictadura que comandaba entonces el general Agustín Lanusse intentó cerrarle todos los caminos electorales.

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EN LAS UNIVERSIDADES NO TODO RELUCE

Una de las cuestiones claves de la Universidad argentina actual reside en el valor y efectividad de sus investigadores. ¿Se les mezquinan fondos que deberían invertirse en esa dirección o se malgasta allí parte del presupuesto recibido, ya de por sí bastante magro? Tal vez entre ambos interrogantes caben muchas otras respuestas, pero creo que las más defendibles deben pasar por la verificación de resultados. Y resultados como Las tensiones de los opuestos. Libros y autores de la literatura argentina del '80, compilado por María Melonio, justifican ampliamente cualquier inversión.

La Prof. Melonio, Adjunta de Literatura Argentina A en la Universidad Nacional de La Plata, dictó este Seminario de posgrado en esa Universidad, asistida por las docentes Malvina Zalerno y Patricia Flier, en el segundo semestre de 2002. Lo que edita Nuevo Hacer-Grupo Editor Latinoamericano, en marzo de 2004, son las contribuciones de diferente nivel -desde profesores fogueados hasta jóvenes auxiliares de cátedra- que los participantes hicieron al finalizar el curso y que componen un volumen sumamente aprovechable.

No sólo para la enseñanza, en el marco de las actividades específicas de cualquier Universidad, sino también, como lo aclaran en la Presentación, "para aquéllos que frecuentan el placer de la lectura desde su iniciativa personal". Y que no pueden permanecer indiferentes ante una investigación que revisa la 'imagen de escritor' que produjo la generación, coalición o grupo de escritores argentinos selectos de 1880, cuestiona el corpus literario del período, su pretendida homogeneidad, las relaciones con la política roquista, los géneros y modos que privilegiaron.

Imposible revisar cada uno de los trece artículos que, bajo los rubros Libros y autores, Críticos, crítica y canon y Aspectos paratextuales, llevan a cabo la tarea propuesta. Factible, en cambio, trasmitir la impresión de solvencia con que son abordadas todas las cuestiones, entre las cuales una nueva ojeada a la relaciones con la literatura francesa (donde cuente tanto el llamado decadentismo como las recetas naturalistas), detenerse en un relato (El loco) de Pedro B. Palacios (Almafuerte) o en las tensiones entre el periodismo popular (La Patria Argentina de los hermanos Gutiérrez) y el muy refinado (Sud-América a cargo de Paul Groussac) de la misma época, dan cuenta de una perspectiva crítica inteligente.

Como se trata de una verdadera apuesta interpretativa, por lo menos en la mayor parte de las colaboraciones, tampoco todas las elecciones que hicieron me complacen y, para detenerme sólo en una, les cuestionaría la manera como recurren, para caracterizar distintos fenómenos, a la noción comodín de "criollismo"; que Hernán Pas, en uno de los artículos más interesantes del volumen, aplique esa misma denominación a los folletines de Eduardo Gutiérrez y al Martín Fierro. Pero, en última instancia, existe verdadero aporte crítico cuando lo que leemos nos motiva respuestas, ganas de discutir o de repensar lo pensado.

También dentro del ámbito o de la problemática universitaria puede uno leer la reciente novela de Tomás Eloy Martínez El cantor de tangos, aunque su título pueda desconcertarnos en un principio. A pesar de la generosa publicidad invertida por Planeta en afiches murales y al paratexto de contratapa incluido en el volumen, no creo que el autor haya "escrito la novela que resume el espíritu del tango". Ni siquiera que se lo haya propuesto.
Más bien encuentro en sus páginas un contraste y una prolongada alegoría. El contraste entre la imagen tradicional del cantor tanguero, cuyo arquetipo sabemos fue Carlos Gardel, con su corpachona elegancia y su sonrisa resplandeciente, y este Julio Martel que eligió ese nombre para que se pareciera y no se confundiera a la vez con el del creador indiscutido de la voz en el tango, también porque su discapacidad física lo convierte en una suerte de caricatura del modelo admirado. Del mismo modo que la ciudad de Buenos Aires actual no es sino una deformación de aquel esplendor -simbolizado en la acción por el edificio de Aguas corrientes de la avenida Córdoba y Ayacucho- que la distinguiera hacia 1880.

La alegoría, a su vez, nos devuelve al medio universitario. Sucede que el narrador inicial (Bruno Cadogan) es un becario norteamericano al que Jean Franco -los elogios y reverencias nunca son gratuitos en bocas académicas- le hablara en Estados Unidos de Martel, escuchado por supuesto en el Club del Vino, una reciente y sofisticada catedral tanguera para turistas y pudientes. Viaja entonces a conocer la ciudad y los ambientes que leyera, acerca de los orígenes del tango, en textos de Jorge Luis Borges, con una actitud algo ingenua.

La relación, veladamente homosexual, con un joven tucumano que trata de sobrevivir como puede -incluso explotando la posible persistencia del aleph en la casa de la calle Garay donde viviera Carlos Argentino Daneri, convertida ahora en una humilde pensión adonde lleva a Cadogany le sirve de cicerone o su tardía amistad -y enamoramiento- con Alcira Villar, la última mujer de Martel, condicionan los movimientos del tesista y sus actitudes hacia una ciudad que a menudo lo desconcierta.

Supone, a partir de los extraños lugares en que cantaba Martel, por fuera de los circuitos confiables, "que los desplazamientos aludían a una Buenos Aires que no veíamos y durante una mañana entera me entretuve componiendo anagramas con el nombre de la ciudad" (45), hasta que más tarde trata de poner en relación esa idea con la crucial figura del laberinto en la poética borgiana. Ya a esa altura la enunciación está pasando a los labios de un narrador confundible con el autor y que nos reserva su propia clave.

El mapa sospechado por Bruno era "más simple de lo que imaginé. No dibujaba una figura alquímica ni ocultaba el nombre de Dios o repetía las cifras de la Cábala, sino que seguía, al azar, el itinerario de los crímenes impunes que se habían cometido en la ciudad de Buenos Aires" (248) y le servía a Martel para conjurar "la crueldad y la injusticia, que también son infinitas" (249). Cuando busca una metáfora para tales crímenes, la tradición unitiaria, un imaginario que va de El Matadero de Esteban Echeverría a Faena, un cortometraje de Humberto Ríos, y homologa los juicios sarmientinos sobre nuestros desdichados orígenes ganaderos sin agricultores.

Asentado esto, Martínez ha sustituido ya por completo a Cadogan y al cruzarse con otro colega estadounidense, Richard Foley, quien también tuvo el privilegio de escuchar a Martel en el Club del Vino (más publicidad, como en los teleteatros actuales), decide escribir "las primeras páginas de este libro" (253). Un buen vademécum para becarios yanquis aturdidos o para esos argentinos a los que todos pagamos sus estudios y luego algunos "maestros" -como el propio Martínez en la Rutgers University de Nueva Jersey- los seducen a efectos de cambien su inteligencia -y su pertenencia- por dólares fresquitos.

¡No se la pierda!