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La iniciación literaria de Julio Cortázar, más allá de Borges y Marechal (Primera Parte)

Como suele ocurrir con los títulos, el de esta conversación (1) no satisface lo que me gustaría transmitirles y por eso comienzo por aclararlo: propongo que, entre 1938, fecha de su libro de poemas Presencia, y 1952, fecha –según el propio autor- en que escribió el cuento Torito transcurre lo que, a falta de otro término mejor, elegí llamar “iniciación literaria” de Julio Cortázar. En ese trayecto, consiguió definir su propio lugar dentro de una poética con la cual sólo tenía coincidencias parciales para distanciarse pronto y establecer un proyecto propio cuya sombra cubriría todo el período posterior, que llega por lo menos hasta 1976.
También aclaro que esta reflexión forma parte del último capítulo de un libro dedicado a la relación entre poéticas y políticas culturales en la literatura argentina, entre 1813 y 1959. Entiendo por poética, sintéticamente, una concepción de la literatura y su práctica conexa. El surgimiento y funcionamiento de cada poética está condicionado o al menos vinculado con políticas culturales en vigencia y la relación entre ambas puede establecerse a través de una reconstrucción de las múltiples discursividades sociales que interactúan en un mismo contexto histórico (Angenot, 1998).

En cuanto a las fechas elegidas, son las que señalan la aparición de la gauchesca, en un extremo, y la disolución o por lo menos pérdida de peso hegemónico que sufren, apenas pasada la mitad del siglo XX, el nativismo-criollismo y el reformismo (desde su variante conservadora hasta la socialista-comunista). Sucede entonces un rebrote esteticista, cuyo fundamento proviene del simbolismo tardío francés (de Mallarmé a Valéry) y que encabeza Jorge Luis Borges, por lo menos desde Acercamiento a Almotásim (en Historia de la eternidad, 1936), y al que podemos catalogar de transición hacia otra época o directamente de cierre de una época en términos de historia literaria nacional.

¿Por qué un cierre? Porque Borges en ese texto, publicado bajo el título Dos notas y junto a Arte de injuriar, comienza a desordenar el tablero de los géneros y de las divisiones instituidos. En efecto, Arte de injuriar es una nota ensayística, pero Acercamiento a Almotásim es un supuesto comentario bibliográfico que termina por ser la narración (presente) de otra narración (ausente y fraguada) y que formula la posibilidad de narrar desde otro posicionamiento enunciativo. Después, en Ficciones (1935-1944) calificará de artículo a Tlon, Uqbar, Orbis tertius, de nota a Pierre Menard, autor del Quijote, y de epístola a La Biblioteca de Babel.


Ahora bien, cuando señalo, como en este caso, los fundamentos externos de cualquier poética, me interesa sobre todo partir de esa filiación para analizar en seguida cómo se reconvirtieron algunos de sus rasgos en nuestro contexto político-cultural, el latinoamericano y rioplatense o argentino, y a través de un imaginario individual y otro colectivo. Borges y el grupo de la revista Sur, fundada en 1931 por Victoria Ocampo, acataron el giro racionalista y el ideal de una poesía pura que distinguió al simbolismo tardío francés desde el final de la segunda posguerra. Valéry, cercano del surrealismo en sus comienzos, publica en 1917 La Jeune Parque y vuelve a las tradiciones poéticas europeas prevanguardistas.

Se erige en bastión del “espíritu” centroeuropeo, último reducto de los valores –civilización, progreso, arte, cultura- “que sólo ella sabe realizar”, según dice en una Conferencia de 1922 leída en Zurich. Y donde añade que de ese Espíritu europeo, con mayúsculas, “América es una creación formidable” (Valéry, 1940: 43-63). Esos valores refrendados por la expansión o colonización europea son los que la poética borgiana acoge, como lo evidencia su poesía posterior a 1930. Pero, y he aquí las paradojas de tal asimilación, Valéry nunca hubiera publicado en un diario como Crítica, en cuyo suplemento multicolor que codirigía insertó Borges los relatos que formarían su Historia universal de la infamia, ni escrito comentarios cinematográficos (los de Borges en Sur), ni convertido su interés por los mitos en cuentos fantásticos.

Con esta última clasificación, de todas maneras, voy a disentir. Si le damos carácter compacto, hablar de narrativa fantástica, como suelen hacer muchos de mis colegas, disminuye las diferencias entre Borges y Cortázar, quedan confundidos bajo el rótulo narradores antirealistas. Propongo, para priorizar las diferencias, seguir otro derrotero. La poética borgiana no sólo responde a esos nexos con el simbolismo tardío francés, entre otras marcas externas a las que en parte me referiré luego, sino a tradiciones internas, las que me indican que nuestra primera poética esteticista, el modernismo, ya cultivó lo fantástico. Podemos leerlo en los cuentos Thanatopia (1893) y El caso de la señorita Amelia (1894) de Rubén Darío o en el volumen Las fuerzas extrañas (1906) de su mejor discípulo argentino, Leopoldo Lugones.

Es decir que, un buen punto de partida, consiste en preguntarnos hasta dónde la poética borgiana posterior a su etapa criollista (incluye todos sus libros, de ensayos y poemas, publicados durante la década de 1920 y termina con una biografía que sirve de bisagra, el Evaristo Carriego de 1930) puede ser calificada de esteticista y cómo y por qué sucede esta reaparición del esteticismo durante los años treintas. Aclaro que, cuando digo esteticismo, pienso en una poética que aspira a la total autonomía de la literatura respecto de los otros discursos sociales. Algo que nunca pasó de ser una utopía, basta recordar que Darío fue también el autor del cuento El rey burgués, una caricatura de ese sector social, o de los recién llegados a ese sector social, y del poema A Roosevelt, un claro cuestionamiento a la política norteamericana respecto de América Latina y una defensa de nuestras raíces culturales hispánicas.

Responder a las razones de tal reaparición esteticista en los años 30, ya no parece tan fácil ni rápido. Se puede medir, en parte, observando las diferencias entre la vanguardista Martín Fierro de 1924-1927, y la mentada revista Sur, que comienza a editarse en el verano de 1931. El paso intermedio es la revista Síntesis (1928-1930), donde muchos de los ex martinfierristas deponen sus bravuconadas ultraístas o futuristas y adoptan un tono mucho más morigerado. La crisis económica mundial de 1929 fue un detonante y la recomposición neoliberal (¡qué vieja y qué actual es esta denominación!) del general Agustín Pedro Justo, tras a la breve y timorata aventura corporativista de otro general, José Félix de Uriburu, parece anunciar el nacimiento de un país distinto, dispuesto por ejemplo a industrializarse.

Veo cierta correspondencia entre tal inquietud y ciertos síntomas manifiestos del campo literario. Leopoldo Marechal habla en varias ocasiones de un “llamado al orden” que pondría fin al cruce de vanguardia y criollismo que se puede leer en su libro Días como flechas (1926) y “retrocede”, si es lícito usar este término sin cometer evolucionismo, a varios maestros medievales (Dante y los fedeli d’amore en primer lugar, pero también el Roman de la rose) para componer Laberinto de amor (1936), los Sonetos a Sophia y El Centauro, ambos de 1940. Abandona el verso libre y retorna a los metros canónicos. Lo hace como católico convencido y progresivamente nacionalista.

Algo similar le sucede, en la vereda de enfrente, a Borges. Terminada su fascinación por los suburbios que conectan la pampa y el asfalto, cuyos paisajes registran sus primeros libros de poemas (desde Las calles céntricas del primer libro hasta El paseo de Julio del tercero), por el coraje de los guapos y los velados códigos del malevaje (lo que va de Hombres pelearon a Hombre de la esquina rosada), también renuncia al versolibrismo. Entre otras cosas, para reconciliarse con Lugones -al cual Marechal había atacado desde Martín Fierro por aferrarse a la vigencia poética de la rima- y con las formas métricas consagradas.

A Lugones le dedica los poemas de El otro, el mismo que inician su nueva etapa. La dedicatoria está formulada de funcionario a funcionario, de un director de la Biblioteca nacional a otro que estuvo a cargo de la Biblioteca del Maestro; de un intelectual roquista y conservador, redactor de la proclama que leyó Uriburu en 1930, a otro, también conservador y simpatizante de la dictadura militar instaurada en septiembre de 1955. Borges imagina, además, entregarle su libro en circunstancias atemporales: “mañana yo también habré muerto y se confundirán nuestros tiempos y la cronología se perderá en un orbe de símbolos y de algún modo será justo afirmar que yo le he traído este libro y que usted lo ha aceptado”.

Acabo de emplear “ atemporales” sin ninguna inocencia. La nueva poética narrativa que Borges bosqueja trata de escapar a la actualidad y es también utópica, de ahí la sensación de extrañamiento que produzca muchas veces leerlo. Salirse de la retícula espaciotemporal implica disolver la “cronología”, para emplear los mismos términos que Borges, en “un orbe de símbolos”. ¡Qué escasa diferencia entre esa afirmación y la que Charles Baudelaire asentara en su famoso poema Correspondencias de Las flores del mal (1857)! El francés entreveía, más allá de las formas naturales, un poblado “bosque de símbolos”. O sea que también Borges retrocede, en lo que sería su retorno al “orden”, pero no tanto como Marechal; sus fuentes son las del simbolismo literario, una de cuyas estaciones terminales fue Paul Valéry.

Con motivo de su fallecimiento, en 1945, Sur le dedicó un número homenaje. El aporte de Borges encomia sobre todo su sobriedad neoclásica y su defensa del espíritu: “Proponer a los hombres la lucidez, en una era bajamente romántica, en la era melancólica del nazismo y del materialismo dialéctico, de los augures de la secta de Freud y los comerciantes del surréalisme, tal es la benemérita misión que desempeñó (que sigue desempeñando) Valéry (…) un hombre que, en un siglo que adora los caóticos ídolos de la sangre, de la tierra y de la pasión, prefirió siempre los lúcidos placeres del pensamiento y las secretas aventuras del orden”. Otro oxímoron para oponer el equilibrio conservador a los desbordes (estéticos, políticos, etc.).

Por eso también la nueva poesía borgiana recurre a símbolos. ¿O no es simbólico el Francisco de Laprida que cobra voz en el Poema conjetural de 1943? Y cobra voz para afirmar : “Yo que anhelé ser otro, ser un hombre/ de sentencias, de libros, de dictámenes,/ a cielo abierto yaceré entre ciénagas; / pero me endiosa el pecho inexplicable/ un júbilo secreto. Al fin me encuentro/ con mi destino sudamericano” (Borges, 1964: 148-149). Reaparece el enfrentamiento clásico de las armas y las letras, pero se le suma el de “los bárbaros, los gauchos vencen” al que estudió “las leyes y los cánones”, la dicotomía sarmientina de la barbarie contra la civilización. Pero a ese triunfo coyuntural, la voz poética lo convierte en símbolo permanente de un destino, el sudamericano, e incluso de una situación arquetípica : “En el espejo de esta noche alcanzo/ mi insospechado rostro eterno”.

Estos componentes de libre imaginación (la de inventarle palabras postreras a Laprida), de simbolismos (los doctores o juristas contra los gauchos) y de escepticismo (los intelectuales de este continente, pero tal vez todos y de todos los tiempos, condenados a ser víctimas) son claves para entender buena parte de la poética borgiana. De paso, ese poema da la pauta de que el esteticismo salta las barreras que él mismo se impusiera cada vez que lo juzga necesario y toma posición en la disputa extraliteraria. Por la contraparte, creo que ningún texto literario renuncia a su margen de autonomía, pues de lo contrario desaparecerían los rasgos distintivos de un tipo de discurso.

Quiero detenerme en el primer punto, en los límites del esteticismo, límites marcados por la condición misma del lenguaje, resultado de consensos y acuerdos sociales. Así lo sostenía David Whitney en el último cuarto del siglo XIX; lo retomó y precisó Ferdinand de Saussure a principios del siglo XX y lo profundizó Mijail Bajtin varias décadas después. Sobre esos antecedentes y el desarrollo de la sociolingüística, asegura Marc Angenot: “la crítica del discurso social que yo considero, descalifica, de entrada, todo análisis inmanente de los textos, todo el textocentrismo, el terrorismo formalista (…) La crítica del discurso social no puede preocuparse por los textos solos, ni solamente de las condiciones intertextuales de su génesis: debe procurar ver su aceptabilidad, su eficacia (…) Esta crítica engloba, pues, los habitus de producción y de consumo de tales discursos y de tal tema, las disposiciones activas y los gustos receptivos” (Angenot, 1998: 23).

Esa afirmación implica que una verdadera comprensión de los textos, sin olvidar ni menospreciar todo lo que el estructuralismo nos enseñó en su momento, al margen de sus excesos o de su empecinamiento, implica una ardua y casi imposible tarea de reconstrucción del tejido verbal en contextos precisos y diversificados. Debería cubrir el soterrado vínculo que existe entre los textos escritos más refinados, en un extremo, y las conversaciones banales del comedor o del mercado, en el otro. De cualquier manera, la simple apertura de un texto particular a intertextos que ese mismo texto sugiere significa ya un enorme avance interpretativo.

Para identificar con mayor precisión esa poética borgiana que nos dirigió hacia el simbolismo poético europeo y hacia el modernismo hispanoamericano, conviene detenerse en varios artículos teóricos del autor. Uno, que me limitaré a mencionar porque es de 1926 y la revista Proa, lo tituló “El gaucho y el suburbio son dioses”, término este último que conviene leer como mitos o relatos ahistóricos. En esa ocasión, Borges deslindaba su tarea literaria de la de Güiraldes: éste se ocupó de mitificar la figura del gaucho, sobre todo en Don Segundo Sombra; él estaba haciendo otro tanto con la del malevo, guapo o compadre suburbano. Se advertía ya en esa formulación un cruce con el discurso antropológico que ampliaría al redactar “El arte narrativo y la magia” (Sur, n. 5, Buenos Aires, 1932).

En efecto, Borges opone allí a la novela de caracteres o psicológica, basada en una causalidad incontrolable, ilimitada y fortuita, otra que es discontinua (la del cuento, la novelas de aventuras y las películas de Hollywood). Con lo cual privilegia las posibilidades de un género narrativo (el cuento), de un tipo de novela y de la sucesión de imágenes. Esto último remite a los procedimientos de la magia tal como la había descrito el antropólogo inglés George Frazer (el autor de The Golden Bough, 1890, en 2 volúmenes, que creció a tres en 1900 y a 12 entre 1911-1915).

Borges aprovechó claramente aspectos de esa procedencia en Las ruinas circulares o en Funes, el memorioso. En este cuento, todas las desventajas de la mentalidad primitiva, según la entendía Lévy-Bruhl, otro antropólogo afín con Frazer, son trasladados a un paisano. Y digo desventajas porque esos antropólogos, que no habían realizado trabajos de campo y sacaban sus inferencias de la lectura de crónicas escritas por militares o religiosos participantes de la expansión europea colonial sobre Asia y Africa, presuponían una discontinuidad irreductible entre esa mentalidad “bárbara” y la del hombre “civilizado”. Funes sólo tiene capacidad para percibir lo concreto: “Había aprendido sin esfuerzo el inglés, el francés, el portugués, el latín. Sospecho, sin embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer” (Borges, 1944: 142).

¿Qué impacto ha recibido la escritura borgiana para renunciar a aquella fascinación respecto del nativo que mitificaba en su etapa criollista y condenar ahora a Funes, negarle la capacidad de pensar, aunque tiene “la voz pausada, resentida y nasal del orillero antiguo, sin lo silbidos del italiano de ahora”? A la altura de Ficciones (1944), donde está incluido Funes, sus categorías al respecto, evidentemente, habían cambiado.

Propongo una hipótesis para interpretar ese cambio. Por supuesto que es también discursiva, sólo la transitividad de los discursos hablados o escritos por cada fragmento social en un momento determinado pueden dar cuenta de la génesis y de los efectos de los textos, incluso literarios. Este recurso teórico permite salvar, según lo entiendo, aquellas dificultades que los sociólogos de la literatura, en especial marxistas, encontraban para pasar del paradigma literario al paradigma económico-social.

Lo que Thomas Eliot, Ortega y Gasset y otros ensayistas conservadores escribían entonces acerca de los peligros que acarreaba la irrupción de las masas en la historia debe ser computado para entender mejor el origen de la poética borgiana. Y ese asimilación discursiva debe ser completada con el rechazo de otros discursos, aunque, es claro, esto último sea más arduo de reconocer. Durante la década de 1930 se había constituido el discurso historiográfico revisionista, que cuestionaba la “historia oficial” armada en la década de 1880, principalmente por Bartolomé Mitre y por Vicente Fidel López. Podemos señalar hitos de tal revisionismo, como la aparición de los periódicos Crisol, El Pampero, Nuevo Orden y La Voz del Plata, de los volúmenes La Argentina y el Imperio Británico (1934) de los hermanos Irazusta o Ensayo sobre Rosas (1935) de Julio Irazusta o La historia falsificada (1939) de Ernesto Palacio (ver “El nacionalismo restaurador” en Buchrucker, 1987). En su conjunto, se proponían reivindicar la “barbarie” federal de los gauchos contra la civilización europeizante de los doctores unitarios.

Ante ese discurso nacionalista, que muchas veces mostraba simpatías hacia el fascismo italiano o el nazismo alemán, resultaban ya anacrónicos aquellos mitos elaborados sobre la figura del gaucho o del compadre. Los arquetipos provenientes de la citada corriente antropológica o de la psicología junguiana se prestaban mejor para conjurar tiempos sombríos y Borges lo reconoce claramente en El tiempo circular, ensayo de Historia de la eternidad (1936): “… en tiempos que declinan (como éstos) es la promesa de que ningún oprobio, ninguna calamidad, ningún dictador, podrá empobrecernos”.

Jorge Rivera estudió hace años y con gran precisión este repliegue sobre “lo analógico, los artificios que relativizan causalidad y contradicción, la profundización en el comportamiento pre-lógico o en sus formas derivadas, las instancias mágicas, la idea del eterno retorno, las aporías y las paradojas, los juegos con las geometrías no euclidianas y con los efectos de la relatividad” en la narrativa de Adolfo Bioy Casares, el discípulo más cercano a Jorge Luis Borges (Rivera, 1972: ).

Me interesa ahora cómo, partiendo del mismo repertorio, Julio Cortázar consiguió, entre 1938 y 1952, como anticipé, reformular esa poética hacia otros fines, prácticamente opuestos, en tanto acercamiento al otro (fundamentalmente de clase) y su exploración cognitiva a través de la metáfora y no de los símbolos. Pero antes de dejar a Borges y Bioy, conviene recordar que Bioy abjuró de todo lo que había escrito y publicado hasta 1937 para convertirse en discípulo fiel (por lo menos hasta 1959) y que al prologar su primer libro (La invención de Morel, 1940) ajustado a la poética que Borges proponía, este último lo prologó en lo que constituye un verdadero manifiesto de la literatura a la cual aspiraban.

Comienza por reiterar la ya comentada oposición entre “el intrínseco rigor de la novela de peripecias” y “la libertad plena” (sin control, destaco) de las novelas psicológicas, que termina en “el pleno desorden”. Sobrevalora entonces “el riguroso argumento” desde una posición ahistórica: “libre de cualquier ilusión de que ayer difiere íntimamente de hoy o diferirá de mañana” (Bioy Casares, 1981: 43-45), tres novelas recientes ejemplifican ese tipo de trama: The turn of the screw, Der Prozess y Le voyagueur sur la terre. Citar los títulos en su idioma original y no declarar a los autores (Henry James, Franz Kafka y Julien Green, respectivamente) trasunta que se está dirigiendo a un círculo restringido de lectores, que no son ya los de Crítica.

Cree que la novela de Bioy está a la misma altura de esos títulos (Borges era generoso con sus seguidores ¿no?) y sus componentes policiales respetan y aun amplían el recurso central de tales argumentos: “los hechos misteriosos” no quedan aquí explicados por “un hecho razonable”. Bioy “Despliega una Odisea de prodigios que no parecen admitir otra clave que la alucinación o que el símbolo y plenamente los descifra mediante un solo postulado fantástico, pero no sobrenatural”. Oración enjundiosa, que merece ser desmontada con lentitud.

La razón devela misterios, según estableciera el pensamiento liberal ilustrado desde el siglo XVIII, y puede hacerlo a través del “símbolo” o de la “alucinación”. Esas opciones nos están adelantando ya los caminos divergentes que, a cierta altura, eligieron Borges y Cortázar. El símbolo razonable de uno frente a l conjuro de los fantasmas inconscientes del otro. Es curioso, de todas maneras, que el prologuista ubique a los dos como soluciones racionales cuando, en realidad, su renuncia y negación del pasado vanguardista condenaba todo lo que, en la producción literaria, escapara al control pensante.

En cuanto a que el postulado es “fantástico” y no “sobrenatural”, es interesante consultar a los historiadores de la llamada literatura fantástica, quienes distinguen una etapa en que lo fantástico buscaba manipular los terrores del lector (la de fines del siglo XIX) y otra posterior en que lo inverosímil está apenas sugerido, aunque luego Todorov y Bessiere, por ejemplo, no coincidan en cuál es la clave del efecto fantástico. En la literatura hispanoamericana, agrega Borges, “son rarísimas las obras de imaginación razonada”, frase que sintetiza, en esa suerte de oxímoron, uno de los procedimientos preferidos del autor para su poética.

La libertad imaginativa (de simbolizar, añado) sujeta al control racional, sin caer en la “alegoría”, en la “sátira” o en “la mera incoherencia verbal”. Entre esas opciones, la que elije luego Cortázar no figura, salvo que bajo “mera incoherencia verbal” situemos ciertas transgresiones de vanguardia. En cuanto a Borges, solo o en coautoría con Bioy, cayó –para respetar el verbo que usó en el Prólogo- en las otras dos. En uno de sus cuentos más famosos, El aleph, que apareciera originalmente en Sur, n. 131, septiembre de 1945, Carlos Argentino Daneri es un símbolo de cierta manera de hacer literatura que Borges desprecia y, a su alrededor, organiza una alegoría con bordes satíricos de la vida literaria argentina en los primeros años de la década del 40.

Mediante esa alegoría busca vengarse de que no le otorgaran el Premio Nacional de Literatura en 1942 y en cambio se lo otorgaran a Eduardo Acevedo Díaz, escritor nacionalista, y por una novela histórica. Los poemas que escribe Daneri, su aspiración a componer una “epopeya topográfica” del mundo para lo cual cuenta con un aleph (“¡Qué observatorio formidable, che, Borges!”), los comentarios con que se pondera, remiten todos a lo que el texto niega como literatura. El narrador-Borges califica al poema de “pedantesco fárrago” cuya “enumeración, siquiera parcial, de un conjunto infinito” (Borges, 1962: 175-196) es propia de la literatura que pretende basarse en la observación y no en la imaginación.

No deja de asombrar que cuando llega a la contemplación del aleph, solicite a los dioses –para describirlo- “el hallazgo de una imagen equivalente” (¿una metáfora?), aunque entonces “ este informe quedaría contaminado de literatura, de falsedad”. Parecería desprenderse, de tal afirmación, que la metáfora, a diferencia del símbolo, incorpora a los textos, conjuntamente, rango literario y mentira. ¿Por eso trató Borges de apegarse a lo simbólico e inequívoco, para no correr los riesgos que implicaba la metáfora?

 

 

Notas:

(1) En el Salón Silencioso de la Facultad de Filosofía y letras de la UBA, el 17/4/09.

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