Aunque escrito hace cincuenta años, “El Uruguay Internacional” traza el cuadro fundamental de las posiciones históricas de Herrera. Es cierto que con posterioridad Herrera introdujo numerosos enriquecimientos y amplió su horizonte. Se puede así indicar algunas variantes de importancia. Por ejemplo: en sus primeras etapas Herrera es un reivindicador de Urquiza, pero en la segunda guerra mundial, las tensiones de su lucha por la neutralidad (cuando Pearl Harbour hizo aquella célebre y escandalosa declaración: “es una guerra de colosos, festín de leones; allá los amarillos contra los rubios!...”) le alumbran retrospectivamente las intervenciones anglo-francesas en el Río de la Plata. Su posición nacional y anti-imperialista le conduce a levantar la memora de la Guerra grande, y aún defender a un tabú uruguayo como Rosas. Correlativamente, su aprecio por Urquiza declina.
Es importante señalar que “El Uruguay Internacional” tuvo como origen circunstancial la disputa argentino-uruguaya sobre los límites del Río de la Plata, y que es el momento de mayor irritación de Herrera respecto a la Argentina. Para él, la cuestión del Plata era de vida o muerte para el Uruguay, como lo es efectivamente. Pero entendió siempre, a la vez, que los derechos del Uruguay sobre el río le imponían obligaciones perpetuas como los demás países de la Cuenca. Allí está una de las raíces más hondas del neutralismo herresista en las dos guerras mundiales. Cuando a fines de 1940 se plantea la instalación de bases militares norteamericanas en el Uruguay, la resistencia de Herrera fue inquebrantable: “¡Bases, jamás!”. No sólo era defender la soberanía uruguaya: tampoco quería dejar convertir al país, como decía, en un “Caballo de Troya”, no podía permitir un revólver sobre el corazón argentino. Y en aquellas horas dramáticas se movilizaron todas las fuerzas contra él. Pronto los stalinistas fueron el elemento de choque. Fue el tiempo de la consigna stalinista de “Herrera a la cárcel”, aplaudida por los infaltables “demócratas” del imperialismo. Su férrea nuetralidad le costó a Herrera el golpe de Estado de 1942, dado por Baldomir e inspirado por Estados Unidos (no fue la única vez que los yanquis se le cruzaron al camino: también en 1959 a través de Nardone lo radiaron de la victoria del Partido Nacional). Pero esa batalla fue una etapa culminante de su vida política. En medio del fragor, Herrera recordaba y recogía aliento del ejemplo de Hipólito Yrigoyen.
¡No se podía entender que el hijo del canciller blanco cuando la Triple Alianza, que el soldado de Saravia, se aferrara con uñas y dientes a su pago criollo! “Mi vaso es pequeño, pero yo sólo bebo en mi vaso!” Herrera pensó y actuó en términos uruguayos y rioplatenses. Así se opuso a la doctrina cipaya de la “intervención multilateral” y a Braden. Pero el conjunto del Uruguay, desde su insularidad abstracta, se sentía “ciudadano del mundo” y le trasponía el plano de la “disyuntiva mundial”, no lo situaba en la opción nacional. De ahí la absurda tergiversación que implicaba la acusación de “nazi”. De nada valía que Herrera repitiera una y mil veces, en todos los modos posibles: “Nosotros, los hombres del Sur, por encima de todo, estamos “aquerenciados”... pues, ¡con nuestros quereres!”. Y que su política internacional se redujera a esta sensata fórmula: “La coordinación de actitudes entre Uruguay, Argentina y Brasil, es un imperativo histórico y moral y es una forma viva del instinto de conservación”. Todavía el Uruguay estaba ausente de Latinoamérica.
En suma, la actuación de Herrera acontece en las vísperas, culminación y crisis del Uruguay moderno. Abarca el ciclo de un país plenamente satisfecho de sí, próspero, liberal y extraño a América Latina. El nacionalismo de Herrera fue estructuralmente uruguayo, aunque con una dimensión de nostalgia, de solidaridad con el añejo tronco hispanoamericano. Esto le cualifica, le distingue de la tónica dominante propia de un cosmopolitismo portuario. Aunque Herrera es también un fruto de la balcanización coagulada, mantuvo fidelidad y orgullo de ser iberoamericano.“¡Yo estoy contento de mi raza!”
Una analogía puede contribuir a entenderle. En tanto que Yrigoyen fue una síntesis del viejo país argentino y la inmigración, ese fenómeno quedó en gran medida bifurcado en el Uruguay. Dentro del Partido Colorado, de filiación “garibaldina”, Batlle fue el gran intérprete de las nuevas masas de inmigrantes. Dentro del Partido Nacional, Herrera fue el “jefe civil” del pueblo criollo. Lo que se dio unido en Argentina con Yrigoyen, en Uruguay se concretó en la dualidad Batlle-Herrera: Herrera representa, como tipo, un cierto equivalente a Yrigoyen y al “gaucho” riograndense Getulio Vargas. Pertenecen a la misma coordenada histórica. No es un azar que haya estado ligado por honda amistad con ambos.
Así, el nacionalismo herrerista es de raíz rural, lo que explica la conexión ideológica de Herrera con Barrés. Aunque, por la diversidad de circunstancias, asumiera un distinto sentido. Aquí fue un nacionalismo “nativista”, salvador de las raíces autóctonas, procediendo al rescate de los que se denostaba como “barbarie”. En un país semi-colonial mantuvo el cordón umbilical. En su conjunto, Herrera fue un liberal con sentido nacional. Político concreto más que que ideólogo -le repugnaba el término-, sólo le inquietaba el “arte de lo posible”. Se movió dentro de pautas reformistas, con un empirismo de estilo inglés y mañas de baqueano. Es que el país era estructuralmente agropecuario, en la órbita pacífica de Gran Bretaña, sin fuerzas para montar industrias de consideración. La personalidad misma de Herrera refleja tal situación. Y sus virtudes son también sus límites, los límites de su coyuntura objetiva. Como es obvio, el Uruguay aislado no da para grandes empresas históricas.
Hoy en cambio, estamos al filo de una nueva época. La crisis del imperialismo, el surgimiento de nuevas fuerzas sociales, la emergencia de Latinoamérica como totalidad y su industrializción, nos imponen muy otras tareas. Tendremos que ir mucha más allá de Herrera, pero contando con él a nuestras espaldas. Un síntoma de ello ya se vislumbra en las generaciones uruguayas que entran al ruedo, y es la irrupción en estas tierras orientales de un potente “revisionismo histórico” que, quiérase o no, hunde sus raíces en Herrera. Sólo que ahora es prospectivo, lleva el futuro en su entraña vocación, con la unidad latinoamericana como horizonte y quehacer.
Mucho es lo que aún tendríamos que decir, pues la figura del viejo caudillo está como tapiada por una muchedumbre de malentendidos. Pero es tiempo de empezar por el principio: tomar contacto directo con él.
Montevideo, octubre de 1961.
(*)Ed. Coyoacán, Buenos Aires, 1961.