Cuando en el Río de la Plata, entre los dos solsticios de 1810, se descompone un secular imperio políglota, surge una situación que, en el plano político desbordó las posibilidades de control al desatarse una guerra civil entre un grupo al que con cierto desdén la literatura uruguaya llama la oligarquía porteña enfrentando a los caudillos rurales emergentes que buscaban espacios donde afirmar su poder. Entre éstos, Artigas le va a dar a esas luchas un cierto contenido programático, que esa misma literatura se encargará de magnificar.

El epílogo de ese enconado antagonismo va a ser la Convención Preliminar de Paz donde el Emperador del Brasil -gestión inglesa mediante- dispone la independencia (en realidad, la amputación) de la Provincia Oriental, solución a la que Artigas siempre se había opuesto y se opondrá hasta el final de sus días. Pero "nada hay tan brutal como un hecho", decía Juan Carlos Gómez. La Banda Oriental, venida a República, debió adaptarse a las circunstancias de tal manera que al cabo de medio siglo de turbulencias de todo orden, el Estado Uruguayo recién va a estar más o menos constituido -manes del militarismo- y con ello enfrentado a la necesidad de un héroe que le ayudara a mejorar las apariencias. La elección recayó en Artigas que nada tenía que ver con el asunto pero era el único que estaba al margen de compromisos con las banderías consagradas partir de un episodio (la batalla de Carpintería), donde se perfilaron las primeras banderías políticas llamadas a perdurar hasta el presente.


La elaboración de un héroe

La dura tarea de revertir una figura que había dejado un amargo recuerdo, en la estampa proceral que hoy nos es familiar, la tomó a su cargo un grupo de intelectuales (Ramírez, Maeso, Fregeiro, Bauzá) que en la década del ochenta del siglo XIX, propuso transformar un déspota bárbaro (y no hay en esta expresión ningún juicio de valor sino una clasificación rigurosamente técnica) en un demócrata liberal, volviendo en aciertos sus errores y en triunfos sus derrotas. En fin, la misión de construir un ser magnánimo, impoluto, inmaculado, inmarcesible, "perfecto" (Maggi dixit) a partir de un hombre con todas las debilidades y limitaciones de su condición humana, de su cultura cimarrona y de su época bárbara, demandó el esfuerzo literario de todo el siglo XX. Eduardo Acevedo (ponderado y ecuánime), Miranda, el exuberante Zorrilla de San Martín y sucesores, con la colaboración de docentes, periodistas, artistas y, sobre todo, con el apoyo y aun el estímulo del Estado a través de todos sus gobiernos -legítimos o no- lograron fabricar un mito tan abarcativo, tan totalizador, que hoy se identifica con el país mismo en un nivel cuasi religioso.

Pero, atención, aquel Artigas histórico real, fuerte latifundista, que en 1811 concita el respeto de sus pares y la adhesión carismática de los gauchos para perder luego todo ese capital en el curso de una década de desaciertos de todo orden, ese Artigas, digo, no es responsable del torrente apologético que está propuesto no sólo en los textos escolares.

 

El Congreso de Abril a la luz de los liberales

Durante la primera mitad del siglo XX recibimos, en términos generales, la visión liberal del Artigas padre de la patria que hizo del Congreso de Abril (Instrucciones y Discurso) el centro neurálgico de su exégesis. "Mi autoridad emana de vosotros" fue el paradigma de la democracia universal. Nunca nadie -historiadores y juristas- advirtió que el problema no está tanto en la fuente de la autoridad como sí en sus límites y controles. Y estos rasgos no fueron nunca precisados y Artigas, durante su actuación de nueve años, ejerció el poder a pleno, cual corresponde a aquella peculiar cultura cimarrona donde no cabían las prácticas liberales. Tanto es así que en el mismo discurso -único que pronunció en el curso de toda su actuación de apenas nueve años- el Caudillo recuerda a la seleccionada audiencia (allí no hay gauchos ni negros, indios mucho menos) que se debe a sus desvelos y afanes, el goce de los derechos de que disponen. A la chita callando, con esa especie de clearing, -la autoridad recibida en compensación por los derechos otorgados- él está imponiendo una relación comparable a lo que en el derecho privado sería un contrato de adhesión.

En las Instrucciones, el leit motiv es federación, independencia y república, propuestas éstas que la hagiografía uruguaya recibe con fruición sin entrar a considerar que la república puede adoptar muchas variantes (piénsese en la república de los ayatolas), tantas que, en definitiva, no pasa de ser sólo una palabra; tampoco se repara que la independencia está muy limitada cuando, en las mismas Instrucciones, se propone cometerle a la marina inglesa la protección del comercio y, por último, la federación fue un mecanismo de ingeniería política válido para la sociedad colonial inglesa pero no era un modelo exportable como los candorosos colonos hispanoamericanos (no sólo Artigas) lo supusieron. Los comentaristas uruguayos, antes y después de Miranda, no repararon en ello porque no analizaron la situación con objetividad y porque, además, no leyeron a Melián Lafinur ni a Berra ni a Tocqueville.

 

El Reglamento Provisorio a la luz de los populistas

A principios de la segunda mitad del siglo XX, un nuevo impulso recibe la edulcorada y aceitada construcción de la imagen que H.D.(1) había divulgado horizontalmente con tanto éxito Hasta entonces la apología había estado (en su mayoría) a cargo de abogados liberales.

Hacia 1960, con motivo de rememorarse varios sesquicentenarios, hizo su entrada triunfal la interpretación "científica" de la mano del materialismo histórico. Fue algo así como la prueba del nueve. Se podría verificar o rectificar la visión recibida de los positivistas. El resultado fue la más completa confirmación de la perfección del padre de la patria. Sin modificar ninguna de las conclusiones ya alcanzadas, ni siquiera discutirlas, la nueva línea desplazó la insignia desde las Instrucciones (discurso incluído) al Reglamento Provisorio que pasó a ser la estrella. Si aquellas habían sido el desideratum político, éste vino a reflejar la inflexión social en su más alto pie. Hubo una investigación paciente y meritoria a cargo de un grupo de jóvenes por entonces que, aun cuando muy minuciosos en lo que hace referencia a repartos de pequeñas parcelas, limitados por una concepción fisiocrática antes que materialista de la historia, no llegó a advertir que el reglamento lejos de resolverles problemas a los más infelices, al contrario, se los crea

Veamos sólo algunos aspectos en los que la crítica no se detiene (al contrario, pasa de largo): El Reglamento impone plazos de imposible cumplimiento. Noventa días (unificando el término y la prórroga), en las mejores condiciones climáticas y de mayor horas/sol, eran absolutamente insuficientes para que un hombre sólo (no se prevé ningún apoyo de mano de obra ni de herramientas), pudiera realizar la tarea de levantar un rancho más dos corrales.(2)

La clave del Reglamento no está en el artículo 6º -los más infelices serán los más privilegiados- que hace las delicias de la literatura populista y de los discursos de barricada, sino en el artículo 27 que impone la leva a quienes no tengan la papeleta patronal. No porque sí: la finalidad del documento es la "protección de los hacendados" que, por la vía de este artículo, pasan a tener el control de los vagos, es decir, de los gauchos, a quienes compulsivamente se les reserva un destino de minifundistas o un conchabo como peones; la alternativa a ésta o a aquélla forma de reducción, es la leva. No entiendo por qué la oligarquía oriental pudo ver con malos ojos, según la exégesis moderna, esta iniciativa que, sin duda, favorecía sus intereses. Se le da mucho crédito a una opinión de Larrañaga que atribuye la desconfianza a la falta de garantías procesales, lo cual es correcto porque toda la dinámica jurídica, donde se jugaba nada menos que el derecho de propiedad, quedaba librada al arbitrio de funcionarios sin ninguna especialización ni preparación que, en consecuencia, no ofrecían ninguna garantía.

El Reglamento no ataca el latifundio por el hecho de serlo. Artigas, por ejemplo no perdió la propiedad de sus 467.000 cuadras de campo. El Reglamento es una medida política. No ataca a la propiedad sino a los propietarios si así corresponde en función de su adhesión o no al sistema (es decir, a él). Quienes financian esta medida son los malos europeos y peores americanos según la apasionada definición del texto; es decir, la financian “los otros”

Por lo demás, los beneficiarios habrían de quedar sometidos a la presión de las grandes estancias vecinas, porque es una regla de oro que el gran dominio somete al pequeño fundo. Los agraciados, entre otras cosas, pasaban a depender de los precios que les trasladarían los grandes y medianos hacendados y los pulperos, tanto como de la flota de carretas para el transporte de su producción. Mal negocio para aquéllos y buen negocio para éstos

 

Una conclusión entre otras

Aun cuando caben otras consideraciones -sobre la libertad individual, por ejemplo- voy a detenerme en dos aspectos. Uno, que Artigas es un producto literario, resultado directo de la Convención de Paz. Quiero decir que sin la Convención, la literatura hubiera tomado otro rumbo y este Artigas de bronce, tal cual figura en la plaza “Independencia” es impensable. Lo segundo, es que, salvo algunos herejes, infieles o apóstatas -los hay- que deben estarse quedos, Artigas concita una adhesión unánime y clamorosa. Desde las más extrema izquierda -Tupamaros y otros grupos guerrilleros- hasta los Tenientes de Artigas y demás logias crípticas de la ultraderecha, y entre ambos extremos, cualquiera de los matices y variantes de tamaño y color, todos, digo, abrevan inspiración y sabiduría en Artigas que, más allá de sus errores, más allá de su falta de consideración por la fuerza y hasta por la razón de sus adversarios, fue, por encima de todo, argentino y federal, sin claudicaciones ni renunciamientos; ante la Convención Preliminar de Paz, que mutiló a la Argentina, su patria, fue absolutamente indiferente. A pesar de ello, los uruguayos modernos, rinden un culto idolátrico al fetiche, y en ese templo a cielo abierto, callan sus tambores de guerra y allí, sin excepción, tomando del mito lo que a cada cual place, se constituyen –todos- propiamente en correligionarios

(1) Hermano Damaceno (hermano salesiano), francés, tardíamente nacionalizado uruguayo, autor de un texto de historia uruguaya que tituló “Ensayo de Historia Patria”, cuya primera edición de Barreiro y Ramos, fue en 1901 a la que siguieron 20 más hasta 1966.

(2) Guillermo Vázquez Franco, Tierra y derecho en la rebelión oriental- A propósito del Reglamento del Año XV. Editorial Proyección. Montevideo, 1988, págs. 90-92

 

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