I- “PURO BIOGRAFO”, de Eduardo Romano
(Buenos Aires, Ediciones Activo Puente, 2013, 157 págs.)
“Y entonces bajamos a la nave,
Enfilamos la quilla a las rompientes, nos deslizamos en el mar divino,
(…)
Abrumados por el llanto, y los vientos soplaban de popa
(…)
Nos sentamos luego en medio de la nave,
Mientras el viento hacía saltar el eje del timón,
Así, con la vela desplegada, navegamos hasta el final del día.”
Ezra Pound (Cantos, I )
“La vida es un viaje de ida y a mi
me picaron el boleto”
(El gordo Fernández)
La buena poesía es esa biografía que el poeta escamotea a sus biógrafos. No es difícil advertir que el adjetivo apunta a que la poesía de los últimos tiempos en la Argentina ha degradado entre la trivial antología de amigos y los anémicos esfuerzos finales que patetizaron (sin “n”) Gelman y Lamborghini, voluntariamente “desenterados” que no tenían nada más para decir cuando comenzaron a ejercer la “literatura profesional”, la del artefacto como repetición.
Al margen, algunas producciones (el mismo Romano, Eduardo Álvarez Tuñon, Alejandro Rubio entre otros pocos) sirven de puentes de unión con la poesía anterior a los 60, estableciendo una sobresaltada continuidad.
Curiosamente, en la poesía argentina ninguna renovación estética se produjo desde el “coloquialismo” de aquel periodo, sino en todo caso su radicalización, cuyos temas esenciales pasaron del optimismo de horizonte a la melancolía vertical. Claro que este mal humano, (la melancolía digo) viejo como el agua se dispara sin aviso previo hacia el trasmundo (el de arriba y el de abajo).
Del cine de antes, del “biógrafo”, sabíamos que la película era una sucesión de cuadritos, de fotos y “Puro Biógrafo” es una sucesión de cuadros que reescribe la película dándole un guión mítico a la cosa. Porque si bien no hay mito sin historia, tampoco hay poesía sin historia.
La ironía nada impersonal que permite salvar a la ternura y a la angustia del desastre, va apilando los fotogramas como en una novela por entregas que arranca con el viaje fatal, el que condena al animal de la especie humana a ser el “viator”- el viajero- y primer extranjero de su propia obra (“Inmigrantes”).
Pero “Puro Biógrafo” también es metáfora (´ese tránsito de lo sensible a lo sensible a través de la forma’), en este caso de nuestra modernidad, de la construcción de seres complejos cuyo fondo, como el de las fotos, resulta en una segunda vista más inquietante que al principio. Porque si el inmigrante arrastra su nudo de sueños ¿acaso no hace otro tanto nuestro criollo en su doble tarea de vivir y servir el somnoliento mundo de varias culturas? (“Don Santiago” /”El Cautivo”).
Biografía escamoteada, puro biógrafo, con la carne levantando vuelo en historias reales o de real fingimiento o imaginadas en su realidad del “cuadrito”. Porque si el margen es su fantasía, la línea de fuga, no es menos cierto que desde otro margen imponente, el que va del campo -ya arrabal- al centro, las historias encarnan en fragmentos de vidas que se fragmentan tejiendo la historia personal y la otra.
Aquí no hay tono burlón ni costumbrismo (por las dudas se ataja el autor) sino una odisea y una épica ajena a la eternidad, en la cual no es difícil reconocerse, porque el libro está cargado de muertos y el protagonista fundador carga también algún muerto inminente sobre los hombros.
A su modo, es una poesía trágica. Basta si no releer “Rivadavia 18.300”: no es la foto “de las cosas que se piantan” (“Culpa seguro de mi viejo, cuya esforzada labor/ de “lapicero” -así decían- lo forzó a transcurrir/ por más de cincuenta domicilios clandestinos”) sino la del peso del comienzo trazando nuestra vida, que es como decir nuestro final.
Pero ese trabajo cansa, y se advierte en “Candelaria” su eco pavesiano (“Ya se sabe que volver a casa es difícil”), mientras dibuja la genealogía de una generación en la laberíntica de Buenos Aires, peronismo incluido. Generación con una porción tachada (Rivera, Ford, Lafforgue, Romano), que todavía paga las consecuencias de no ser inocua .
En el amasijo de vida y literatura las estaciones de “La noche sueño”, en especial la IV, comprimen el regusto a pérdida “tratando de salvar el sueño de la vida sin lograrlo” porque la otra historia refluye sobre la propia desbordando capacidades de acción y comprensión. No sucede lo mismo en “Discusiones ocasionales con algunos versos ajenos”, donde el ajuste de cuentas es fervoroso, con peligro cierto para el inestable panteón literario tan grato a los herederos del suplemento dominical de “La Nación”: De Darío a Borges la trivialidad y el fracaso son los extremos de un péndulo que arrastra la tontería grandilocuente y la falsificación irremediable.
Para el final, el final. “Últimos Rounds” revela la autopercepción del “boleto picado”. Sin embargo el que “se irá pensando por el viaje -algunos gurúes/afirman/ que no es largo- las mejores respuestas la posibles/ al máximo misterio de este confuso crucigrama”, también sabe que aquel boleto es la puerta abierta a la excitante aventura del viaje “de colado”. Peligroso y desasido ya de toda norma.
d.a.