A mediados de la década del ochenta del pasado siglo, cuando aún no había concluido la "guerra fría", el Comando de Entrenamiento y Doctrina del Ejército de Estados Unidos, con base en Fort Monroe, Virginia, elaboró una Reseña Analítica del Conflicto de Baja Intensidad (Analytical review of low-intensity conflict), cuya abreviatura en nuestro idioma es RACBI.
El RACBI definió el conflicto de baja intensidad como "Una lucha político-militar con alcances limitados para obtener objetivos políticos, sociales, económicos o psicológicos. A menudo es prolongado y cubre un rango que va de lo diplomático a lo económico. Se ejercen presiones psicosociales a través del terrorismo y la insurgencia. El conflicto de baja intensidad está confinado, por lo general, a un área geográfica y suelen existir limitaciones en el empleo de armamento, tácticas y violen cia aplicada" (Sohr, Raúl, "Las guerras que nos esperan", Ediciones B, Santiago de Chile, 2000;172).
El examen se refería, en esencia, a la lucha contra la insurgencia, con los buenos recuerdos que ha dejado el protoim perio por estos lados del mundo. Con la caída del comunismo soviético, el conflic to armado, tal como se conocía en el siglo XX, fue circunscribiéndose a escenarios par ticularizados, sea por las condiciones étnicas presentes en el territorio (los Balcanes), sea por las motivaciones geoeconómicas que el mismo ofrecía (Golfo Pérsico, Afganistán, Irak).
Al mismo tiempo, con algunas excepciones, la lucha política violenta en sentido clásico se recluyó, dejando lugar al conflicto político de baja intensidad, alejado en principio de las situaciones insurgentes que anteriormente se conocían.
Mal que nos pese, si excluimos el término "militar" y quitamos las connotaciones particulares de la definición, el término nos permite apreciar en toda su dimensión de que estamos hablando. El objetivo de la lucha política no será, en lo inmediato, la toma del poder o la modificación del sistema político imperante, o ambas cosas. Se tratará de avanzar en forma coactiva, básicamente por fuera de los circuitos de representación, para obtener determinados logros que contribuyan o incrementen la capacidad del grupo que así actúa, a fin de elevar su cuota de poder o su posición negociadora en el aspecto político hasta la generación de un nuevo conflicto de similares características.
La primera imagen de esta modalidad que se nos aparece en Argentina es la de los movimientos piqueteros. Pero no es la única ni la más seria. Multinacionales, grandes empresas nacionales, sindicatos o medios de comunicación han utilizado y utilizan, solos o en conjunto, esta estrategia basada en un ambiente propicio para su multiplicación: la baja intensidad del Estado.
Funcional al nuevo esquema, que guarda las apariencias formales de la democracia occidental, el Estado también opera en idéntica frecuencia política. Su elite de turno diagrama programas y acciones insustanciales que aplacarán el conflicto presente (social, económico, financiero, etc) sin alcanzar soluciones o modificaciones de fondo.
No hay revolución ni contrarrevolución. No hay anarquía total ni tampoco orden civil completo. Es más bien un proceso de degradación sin ruptura, anodino, donde no se descartan los picos de violencia, pero estos son de carácter excepcional por que ninguno de los actores desea aparecer afuera de la trivialidad formal que han generado: un sistema donde nadie es terriblemente malo para excluirse de la legalidad democrática ni resulta, al mismo tiempo, demasiado bueno para no sortearla.
La laguna azul.
En uno de sus ingeniosos trabajos, Charles Tilly ha utilizado diferentes imágenes para conceptualizar a la democracia. Por la escala temporal, asemeja el tiempo de la democracia al de un yacimiento petrolífero, cuya presencia depende de largas, muy largas conjunciones de circunstancias que raramente aparecen en la historia y que son poco susceptibles de manipulación humana. Otra es la figura de los jardines. Si bien no florecen en cualquier lado, dados los suelos adecuados, sol y precipitaciones, distintos tipos de jardines crecen en distintas variedades de ambientes.
Sin embargo, el autor concluye que la democracia se asemeja a un lago, esto es, una gran masa de agua situada tierra adentro, formada y alimentada por diversos agentes de la naturaleza, la que una vez consolidada, engendra ecosistemas carac-terísticos y mantiene relaciones características con sus alrededores. En ese orden, la democracia se comportaría como un lago, ya que "…a pesar de que tiene propiedades distintivas y una lógica propia, se forma en una variedad de maneras, cada una de las cuales retiene trazos de su historia singular en los detalles de su presente funcionamiento" (cfr. "La democracia es un lago", en revista Sociedad, Facultad de Ciencias Sociales, UBA, octubre de 1995;25).
Encantadora metáfora, que nos recuerda aquella película donde una pareja de jóvenes parece haber encontrado su edén en el paisaje que rodea una laguna de agua cristalina y fondo opalino. Tilly se apresura a brindar una advertencia: no existiría una razón, a priori, para creer que sólo un grupo de circunstancias produce y sostiene a la democracia, sino que puede aspirarse a obtener un mapa de las vías por las cuales el proceso ha ocurrido, una indicación de las condiciones suficientes -no necesarias- para dicha transformación y una especificación de los mecanismos generales que participan en la producción y en el sostenimiento de las instituciones democráticas cuando éstas se forman. De allí que rescate la importancia de la construcción social como elemento proyectado del futuro democrático, si se tiene en cuenta que "…el secreto de la democracia reside en la expectativa de que el día de uno llegará, de que la pérdida de hoy es sólo un obstáculo temporario, de que todos finalmente tendrán su posibilidad" (1995;25 y 29).
Hasta aquí la definición de lo que podríamos denominar del progreso democrático. Pero ¿Qué sucede cuando ese esperado momento no llega? ¿Cuánto tiempo debe aguardarse para su arribo? En la gloriosa época del accionar estatal, esa esperanza se encontraba alimentada por el resultado de políticas, más o menos efectivas, que dentro de ciertos márgenes de éxito parecían lograrlo. Con la primacía del mercado, el sueño de la iniciativa privada había sustituido la fracasada parábola estatal, pero luego aquella también dejo al descubierto falencias tan o más graves que la anterior, lo que dio lugar a pensar que la bonanza colectiva tampoco llegaría.
Y ahora nos encontramos ante la política y el Estado de baja intensidad. Un par que están convirtiendo a la democracia en un lago pantanoso, que no nos succiona de inmediato, sino poco a poco, dejando margen para alguna libertad de movimientos aunque manteniéndonos atrapados.
Reto al destino.
Los Estados Nacionales, prácticamente sin excepción, padecen diferentes convulsiones políticas, sociales y económicas, que los empujan con periodicidad hacia el marasmo de la baja intensidad. De manera distinta, según sea su punto de ubicación en la centralidad del poder (o de los círculos concéntricos de cada civilización, si nos ponemos huntingtonianos) se busca la reelaboración del principio de unidad estatal como una salida a este riesgo cierto del nuevo siglo.
Nuestro país, atravesado por la demagogia y el desinterés, aún no ha tomado debida nota del problema, sin perjuicio de haber observado en la crisis del 2001 el ejemplo más claro de lo que se puede esperar sin una estrategia concreta para el funcionamiento público.
Alguien dijo una vez que la democracia era como una orquesta, que reservaba para cada uno de sus integrantes un papel en la ejecución de la obra colectiva, mayor o menor, que lo dejaba satisfecho. En ello el director (el Estado) conducía el conjunto de manera armónica, impedía una entrada o salida a destiempo, un movimiento desacompasado o una superposición no esperada de los instrumentos. Aunque muchos no lo perciban, si la política y el Estado de baja intensidad llegaron para quedarse, nuestro sistema de gobierno puede quedar reducido a una orquesta desafinada, donde el director se quedó dormido, los bronces se pelean con las cuerdas y la percusión aprovecha para llevarse con descaro las partituras, ante la mirada de un público resignado.