de Eduardo Alvarez Tuñon (Buenos Aires Emecé, 2012, 275 págs.)
(Buenos Aires Emecé, 2012, 275 págs.)

El comentario de libros se ha transformado casi sin excepción (luego de las viejas “críticas”, “recensiones” y la sección “bibliografía” de mitológicas publicaciones periódicas) en el producto obsecuente del mercado editorial manipulado por los oligopolios de los “multi-medios” y los pasquines universitarios. Un amor común los une: el estar “a la page” mientras se factura. En todos campea el “anagramismo”, el culto rendido al invento de Editor, que produce libros como salchichas de dudosa factura, consumo rápido y digestión fulminante. En la larga columna de “otros libros publicados por nuestro sello” aparece cada tanto el que justifica el esfuerzo. En nuestro páramo literario, sostenido básicamente sin distinción de ideologías por los diarios de relativa circulación masiva, la humillante mesa de saldos constituye el viaje final de tanto genio literario nonato.

Por ello resulta interesante un libro como “Armas Blancas”. Bien vale, entonces, otra clase de crítica. A la fecha, Alvarez Tuñon tiene su lugar en las letras en este ambiguo cambio de siglo. La casi docena de cuentos que confluyen en “Armas Blancas” rinden tributo también a esa ambigüedad -un tránsito en realidad- que va devorando viejas certezas y cánones literarios y a autores que, promovidos al canon, se van cayendo de él sin conmiseración. Mientras esa misma ambigüedad deja arrinconadas otras producciones, cuya “verdad” literaria la constituye la realidad una y otra vez reflejada -con años de distancia- en esa literatura que, tal vez por lo mismo, se niega a morir.

Puesto en términos de personas y recursos, tenemos por un lado la literatura de tono “borgeano” y por el otro aquella en la que el tono vital de un mundo cruel y melancólico expresa fielmente uno de los -nada infinitos- mundos humanos. Pero no solo estas tensiones recorren “Armas Blancas”. Entre otras, tal vez la principal sea la del vínculo humano, dual y opresivo en estos cuentos, siempre teñidos por la melancolía (¿por el previsible fracaso de los vínculos, nacidos de una insuficiencia buscada?. Quizá).

El tono “borgeano” no permite el pleno disfrute de cuentos como “El retorno y los libros”, “Noche de agosto” (aún con su magnífico final), “El teatro del mundo”, “Reyes y mendigos” o “El atentado de las horas y los días”. El primero de ellos memora algunos “topoi” de Borges y -probablemente- algunos ambientes de intimismo opresivo de Norah Lange, aquí definidos en la peligrosa adhesión a lo abstracto y ajeno de los libros (abstracto por ajeno), en la forma de pequeña y negativa pasión de “vivir” vidas ajenas a través de ellos. El magnífico retrato de la Pompeya de “Noches de agosto” vuelve cotidiano -a nuestro juicio la clave del cuento- lo que hoy nos oculta su grandeza histórica, trazada por una historia de amor que deviene como no podía ser de otra manera, fugaz e inconclusa. Los malabares en torno al tiempo que modelaba nuestro ciego literario se deslizan en los otros cuentos de éste grupo, por lo demás de excelente factura literaria, restándoles su propia valía: las buenas historias y sus narraciones se hallan en combate con los consabidos “lugares” comunes que frecuentaba J.L.B.

Por el contrario, “La suprema ayuda”, “Armas Blancas”, “Una rosa para Luisa”, “La fiesta en la tarde”, “Salita Roja” y “El temblor de los objetos” (cualquiera de ellos, pero sobre todo éste último) merecen estar en las antologías futuras de la narración breve argentina de este siglo.

Nos atrevemos a señalar dos hitos en materia narrativa en los últimos cincuenta años, presididos por “El Astillero” de Juan Carlos Onetti (la máxima novela argentina del siglo XX): Nos referimos a “Cabecita negra” de Germán Rozenmacher y a “Lesca. Un fascista irreductible” de Jorge Asís (1). Ellas contribuyen a formar el canon literario de la narrativa local, articulando con parte de las mismas lo que podríamos denominar la “picaresca platense” (2). En todas está la lucha ciega e inevitable, en todas anida la metafísica de la melancolía, la decadencia y el fracaso. Pero cada resignación es compensada por la vida que no cesa de fluir: cada vez que uno se rinde aparece otro.

En el cuento “La suprema ayuda” es fácil percibir el ambiente peronista, la solidaridad desmedida transformada en crimen de maldición bíblica (“el camino del infierno está tachonado….”) y que el origen de toda secta es, precisamente, el crimen.
Si en “Armas Blancas” la privación absoluta de la ceguera (el mal físico) resulta víctima del mal absoluto (el mal moral) capaz de arrastrar al primero a un absoluto que supera la carne, en “Una rosa para Luisa” la privación logra saturar sus límites en la dramática estupidez de la clase media, capaz de elaborar, medida por medida, su propia cárcel, transformada en fosa y luego en ataúd. Para un día de perdedores recomendamos otro cuento de este grupo: “La fiesta en la tarde”.

“Salita Roja” (como la “cuba electrolítica” que tantos daños produjo) aterroriza (al menos en este tiempo) recuperando imágenes de los pasados 70 que la capacidad activa del olvido -higiénicamente- pretende enterrar para sobrevivir “cuerdamente”. Por la narración deambula la “perejil” de clase media jugando (y pagando con su vida) a la “revolución”-nada más que otra palabra que nombra la guerra, en la que hay muertos de todos los bandos en pugna-; el viejito imbécil del PC, burócrata partidario al que ni siquiera encarcelan por error (como efectivamente sucedió a pocos “militantes” prosoviéticos durante el videlato) y la mentalidad turbia de las clases bajas militares (cuyo especial sentido vislumbró Norman Mailer en “Los desnudos y los muertos”). El cuento dejará perplejos a muchos (y a muchos con una sensación amarga). Pero…al fin de cuentas, es literatura…

No es un rasgo de optimismo menor que el mejor cuento sea el del final. Aquí la calidad literaria de “El temblor de los objetos” tiene poco que ver con la alegría: es el mundo de la clase media que logra unir en pareja medida el avance material, la estulticia y la nulidad mental lograda por su adhesión a los objetos, realizando en vida su culto a los muertos. Si en “El retorno y los libros” la alienación se filtra por la vía de la excentricidad (la vida propia que no se vive y la ajena que -de modo imposible- se pretende vivir) en “El temblor…” la pérdida la constituye la propia vida reflejando su vacío. No deja de ser un cuento de terror. Una verdadera joya.

La lectura de “Armas Blancas” reconcilia con la buena literatura y nos redime de tanta escritora de wikipedia, de tanto chanta psicoanalítico y de tanto castigo salido de “talleres literarios” (“La Salada” literaria, que arruina tantas vidas). “Armas Blancas” tiene una ganancia marginal al disfrute de su lectura: permite discutir con ella, algo prácticamente imposible en nuestro páramo narrativo actual.

d.a.

(1) Como dato nada curioso, se trata de dos autores de orígenes políticos en la izquierda (Asís, notoriamente en el PC) y entroncados posteriormente en distintas variantes del peronismo.
(2) Así como parte de la obra de Virgilio Piñera y Reinaldo Arenas conforma la “picaresca maricona” cubana.

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