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EN LAS UNIVERSIDADES NO TODO RELUCE

Una de las cuestiones claves de la Universidad argentina actual reside en el valor y efectividad de sus investigadores. ¿Se les mezquinan fondos que deberían invertirse en esa dirección o se malgasta allí parte del presupuesto recibido, ya de por sí bastante magro? Tal vez entre ambos interrogantes caben muchas otras respuestas, pero creo que las más defendibles deben pasar por la verificación de resultados. Y resultados como Las tensiones de los opuestos. Libros y autores de la literatura argentina del '80, compilado por María Melonio, justifican ampliamente cualquier inversión.

La Prof. Melonio, Adjunta de Literatura Argentina A en la Universidad Nacional de La Plata, dictó este Seminario de posgrado en esa Universidad, asistida por las docentes Malvina Zalerno y Patricia Flier, en el segundo semestre de 2002. Lo que edita Nuevo Hacer-Grupo Editor Latinoamericano, en marzo de 2004, son las contribuciones de diferente nivel -desde profesores fogueados hasta jóvenes auxiliares de cátedra- que los participantes hicieron al finalizar el curso y que componen un volumen sumamente aprovechable.

No sólo para la enseñanza, en el marco de las actividades específicas de cualquier Universidad, sino también, como lo aclaran en la Presentación, "para aquéllos que frecuentan el placer de la lectura desde su iniciativa personal". Y que no pueden permanecer indiferentes ante una investigación que revisa la 'imagen de escritor' que produjo la generación, coalición o grupo de escritores argentinos selectos de 1880, cuestiona el corpus literario del período, su pretendida homogeneidad, las relaciones con la política roquista, los géneros y modos que privilegiaron.

Imposible revisar cada uno de los trece artículos que, bajo los rubros Libros y autores, Críticos, crítica y canon y Aspectos paratextuales, llevan a cabo la tarea propuesta. Factible, en cambio, trasmitir la impresión de solvencia con que son abordadas todas las cuestiones, entre las cuales una nueva ojeada a la relaciones con la literatura francesa (donde cuente tanto el llamado decadentismo como las recetas naturalistas), detenerse en un relato (El loco) de Pedro B. Palacios (Almafuerte) o en las tensiones entre el periodismo popular (La Patria Argentina de los hermanos Gutiérrez) y el muy refinado (Sud-América a cargo de Paul Groussac) de la misma época, dan cuenta de una perspectiva crítica inteligente.

Como se trata de una verdadera apuesta interpretativa, por lo menos en la mayor parte de las colaboraciones, tampoco todas las elecciones que hicieron me complacen y, para detenerme sólo en una, les cuestionaría la manera como recurren, para caracterizar distintos fenómenos, a la noción comodín de "criollismo"; que Hernán Pas, en uno de los artículos más interesantes del volumen, aplique esa misma denominación a los folletines de Eduardo Gutiérrez y al Martín Fierro. Pero, en última instancia, existe verdadero aporte crítico cuando lo que leemos nos motiva respuestas, ganas de discutir o de repensar lo pensado.

También dentro del ámbito o de la problemática universitaria puede uno leer la reciente novela de Tomás Eloy Martínez El cantor de tangos, aunque su título pueda desconcertarnos en un principio. A pesar de la generosa publicidad invertida por Planeta en afiches murales y al paratexto de contratapa incluido en el volumen, no creo que el autor haya "escrito la novela que resume el espíritu del tango". Ni siquiera que se lo haya propuesto.
Más bien encuentro en sus páginas un contraste y una prolongada alegoría. El contraste entre la imagen tradicional del cantor tanguero, cuyo arquetipo sabemos fue Carlos Gardel, con su corpachona elegancia y su sonrisa resplandeciente, y este Julio Martel que eligió ese nombre para que se pareciera y no se confundiera a la vez con el del creador indiscutido de la voz en el tango, también porque su discapacidad física lo convierte en una suerte de caricatura del modelo admirado. Del mismo modo que la ciudad de Buenos Aires actual no es sino una deformación de aquel esplendor -simbolizado en la acción por el edificio de Aguas corrientes de la avenida Córdoba y Ayacucho- que la distinguiera hacia 1880.

La alegoría, a su vez, nos devuelve al medio universitario. Sucede que el narrador inicial (Bruno Cadogan) es un becario norteamericano al que Jean Franco -los elogios y reverencias nunca son gratuitos en bocas académicas- le hablara en Estados Unidos de Martel, escuchado por supuesto en el Club del Vino, una reciente y sofisticada catedral tanguera para turistas y pudientes. Viaja entonces a conocer la ciudad y los ambientes que leyera, acerca de los orígenes del tango, en textos de Jorge Luis Borges, con una actitud algo ingenua.

La relación, veladamente homosexual, con un joven tucumano que trata de sobrevivir como puede -incluso explotando la posible persistencia del aleph en la casa de la calle Garay donde viviera Carlos Argentino Daneri, convertida ahora en una humilde pensión adonde lleva a Cadogany le sirve de cicerone o su tardía amistad -y enamoramiento- con Alcira Villar, la última mujer de Martel, condicionan los movimientos del tesista y sus actitudes hacia una ciudad que a menudo lo desconcierta.

Supone, a partir de los extraños lugares en que cantaba Martel, por fuera de los circuitos confiables, "que los desplazamientos aludían a una Buenos Aires que no veíamos y durante una mañana entera me entretuve componiendo anagramas con el nombre de la ciudad" (45), hasta que más tarde trata de poner en relación esa idea con la crucial figura del laberinto en la poética borgiana. Ya a esa altura la enunciación está pasando a los labios de un narrador confundible con el autor y que nos reserva su propia clave.

El mapa sospechado por Bruno era "más simple de lo que imaginé. No dibujaba una figura alquímica ni ocultaba el nombre de Dios o repetía las cifras de la Cábala, sino que seguía, al azar, el itinerario de los crímenes impunes que se habían cometido en la ciudad de Buenos Aires" (248) y le servía a Martel para conjurar "la crueldad y la injusticia, que también son infinitas" (249). Cuando busca una metáfora para tales crímenes, la tradición unitiaria, un imaginario que va de El Matadero de Esteban Echeverría a Faena, un cortometraje de Humberto Ríos, y homologa los juicios sarmientinos sobre nuestros desdichados orígenes ganaderos sin agricultores.

Asentado esto, Martínez ha sustituido ya por completo a Cadogan y al cruzarse con otro colega estadounidense, Richard Foley, quien también tuvo el privilegio de escuchar a Martel en el Club del Vino (más publicidad, como en los teleteatros actuales), decide escribir "las primeras páginas de este libro" (253). Un buen vademécum para becarios yanquis aturdidos o para esos argentinos a los que todos pagamos sus estudios y luego algunos "maestros" -como el propio Martínez en la Rutgers University de Nueva Jersey- los seducen a efectos de cambien su inteligencia -y su pertenencia- por dólares fresquitos.

¡No se la pierda!

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