Empezamos en este número a ocuparnos del tema de la IDENTIDAD. Para despuntar, reproducimos dos artículos (*) de Juan Nuño (1927-1995) filósofo venezolano de la generación de Ernesto Mayz Valenilla, Federico Riu y Ludovico Silva. Formado con Juan David García Bacca tuvo un papel central en el desarrollo de los estudios filosóficos en Venezuela.
Como (Luis José) “Ludovico” Silva (Michelena) (1937/1988), Nuño fue marxista aunque renegó rápidamente de sus viejas adhesiones que le dejaron, no obstante, un amplio bagaje con el que confrontar. Este hecho impidió seguramente que el sector ilustrado del chavismo venezolano lo entronizara como “filósofo oficial” –algo que le pasó post mortem a Silva-el que pasó a militar junto a la oficialista filosofía del “Arbol de las tres raíces” (Simón Rodríguez/ Simón Bolívar/Ezequiel Zamora «éste último general federalista venezolano») El árbol parece vicario o rama desflecada de los “Tres principios del Pueblo” de Chiang Kai-Shek o de las “Tres Banderas” del Justicialismo argentino. Claro que las tres raíces son difíciles de conjuntar con el marxismo un tanto heterodoxo de Silva.
La identidad que algunos buscan con desesperación al punto de violentar la naturaleza propia o ajena, se ha reactualizado por estas fechas con un concepto de contrabando insertado en la democracia liberal: la ciudadanía. Los albañiles egresados de antropología, sociología y “politología” (algo había que darle a los franceses) estudian (?) investigan (?) escriben (?) sobre la “construcción de ciudadanía”. Quizá se trate de una etapa, como la del “flogisto” y el “éter” en la física; aunque más dañina, pues impulsa a los extrañados del sistema político (indígenas, minorías raciales) a un salto a la particularidad, por su incapacidad de perforar el sistema que los segrega, duplicando la alienación con la nostalgia del quilombo (en el sentido reducto defensivo de marginados). En nuestro país embalurdaron a “representantes del pueblo” que incorporaron los derechos de los pueblos originarios (¡!) al cuadernito constitucional. Ahora los originarios (de Chile) andan tramando una Nación Araucana en la Patagonia. Si deciden pasar a la acción, quizá el zonzaje indigenista de estas pampas recuerde que Roca no está solo en los billetes.
ESA MANÍA DE LA IDENTIDAD
Cual otro El Dorado, todos la persiguen. En tanto manía, nada nuevo, aun que tiene épocas de recrudecimiento. Pareciera que muchos han vuelto a enloquecer con lo de la bendita identidad. Han de tener metida en esto fa mano los antropólogos. Quien la busca nacional, quien cultural, quien étnica y hasta quienes la personal creen haber perdido, como aquel hombre sin sombra de von Chamisso. De atender las clamantes voces de tanto desesperado, al menos en esta parte del mundo, cada día que amanece échanse a la calle hombres y mujeres desesperados en busca de una identidad perdida o jamás habida. Acuéstense luego como se levantaran, en espera de un nuevo so! que les permita seguir su inútil pesquisa. Siempre en procura de esa identidad supuesta o fingida, sin la que dicen no poder vivir. Como para dar razón a Schopenhauer: «lo que tenemos puede no hacernos felices, pero lo que nos falta ciertamente nos hace desdichados».
Idénticos, lo que se dice idénticos de toda identidad sólo lo son los objetos matemáticos: números, relaciones, definiciones. Ni las más berroqueñas piedras son idénticas. ¿A qué? ¿A sí mismas? Suponiendo que para algo sirviera tal identidad, es falso, que todo cambia con el paso del tiempo o, por más ajustadamente decirlo, eso es el tiempo: el cambio de todo. Peor aun sería pensar que algo (piedra, hombre, melodía) es idéntico a un cierto modelo o idea, previo, fijo e inmutable. Creer que para cada cosa hay una referencia única y estable y que sólo ajustándose a ella puede establecerse la cabal identidad es tanto como predicar el más puro y desenfrenado platonismo. El de las esencias: a cada cosa le corresponde un Arquetipo, para hablar como Borges. Entonces, ¿qué sentido tiene andar pidiendo la identidad (la esencia) de cualquier hombre o, peor aún, de algún conglomerado humano?
Si algo le es propio a! hombre es justamente su falta de identidad, de una esencia que lo detenga y encierre. Alterable, mudable, tornadizo, precario y aún absurdo. Su marcha, que es la historia, está hecha de azares, imposibles, carencias, retrocesos, cegueras y sinsentidos. Una cosa es aspirar a poner orden y racionalidad en tan abigarrado proceso y otra, muy distinta, que el hombre, único sujeto de sus propias acciones, sea tan ordenado como el conjunto de los números reales o tan racional como un silogismo. A trompicones ha marchado siempre por una senda que él mismo abre e inventa, «llena de furor y ruido, dicha por un idiota», no otro sino él mismo. Quienes hablan de identidad o no saben lo que dicen o se apresuran a condenar al hombre a su más monstruosa destrucción al encerrarlo entre las cuatro paredes de una definición y la agobiante cárcel de una forma de ser.
Lo que no quiere decir que todos lo que tal propongan desvaríen o necesaria mente engañen. Por algo lo dirán. A algo responderá su extraña inquietud, esa imposible aspiración a la cosificación más yerta de la humana existencia. No deja de ser curioso que abunden las peticiones de identidad entre muchos de los pueblos americanos. De siempre han andado en la extraña aventura del Santo Cáliz de la Identidad. ¿Por qué otros no exigen ni siquiera hablan de semejante sueño? En el terreno de las inseguridades y en la noche de los orígenes ha de esconderse la respuesta. Que quien se acepta como hombre, no tiene por qué andar cazando identidades, esas extrañas y elusivas mariposas, tan irremediablemente muertas y clavadas en el álbum de las manías metafísicas.
A VUELTAS CON LA IDENTIDAD
En México también (et pour cause!) se ha discutido sobre el profundo, el abismal tema de la identidad cultural. En apariencia, nada más inocente: ¿quién no va a querer que le atribuyan al menos una identidad cultural? Suena a algo, además de burocrático, intransferible, como el color de los ojos, la talla, o más específicamente, el tipo de sangre. Y no hay que engañarse: por muy iguales que sean los humanos, sabido es que existen tipos de sangre para poder clasificarlos, separarlos, distinguirlos. Ergo: así mismo tiene que haber una identidad cultural que permita, a simple vista o quizá mejor, a simple oído, determinar quién es quién y de dónde procede cada uno.
Justamente como el tipo de sangre o cualquier otra medida antropométrica. Ahí está el gato encerrado de la identidad cultural. Es tema relativamente reciente, de tal modo que cincuenta, sesenta años atrás, nadie hubiera entendido qué era eso de la identidad cultural ni con qué se comía. Cuidado: tal no quiere decir que en aquel entonces no hubieran podido seguir una conversación sobre identidad cultural. Apenas si hubieran necesitado un esfuerzo, el manejo de una mínima clave, el auxilio decodificador de un sólo término para saber de qué se estaba hablando. En efecto: sustituyendo «identidad cultural» por «raza», todo se haría diáfano y comprensible a los hombres de otros tiempos, no tan lejanos. Uno de esos maravillosos avances semánticos de la humanidad. Son tantos: ya nadie dirá «sarao», pudiendo decir «party»; es de mal gusto hablar de «periodistas» cuando se trata de «comunicadores sociales»; sólo delata vejez empeñarse en decir «interpretación» en lugar de «lectura»; o referirse a «significado» cuando es mucho más elegante decir «semema». Por lo mismo, en vez de raza hay que hablar de identidad cultural.
No se venga con que nada se ha ganado. De entrada, se ha ganado en complejidad, pues si los hombres nunca lograron ponerse de acuerdo en definir lo de raza, mucho menos lo harán tratándose de algo tan confuso y rebuscado como eso de identidad cultural. Aunque la principal ganancia es otra: poder seguir hablando de lo mismo que se hablaba cuando se usaba el término «raza» pero sin tener que acudir a tan desprestigiada y maldita voz. Porque no hay duda posible: según la identidad cultural que se le confiera a alguien, será tratado de una u otra manera. Quienes tengan la suerte genético-cultural de ser adscriptos a la identidad anglosajona, mandarán en cierta parte del mundo; pero, en esa misma parte, no quedarán bien parados aquellos a los que se les asigne como identidad cultural la hispánica o latina. Donde puede apreciarse que también en tales asuntos rige una suerte de ley de conservación de las creencias: no es que se haya renunciado para siempre a separar a los hombres por el criterio racial. Es que se los sigue discriminando, pero más sutilmente: ahora, lo que permite establecer las diferencias (y sobre todo, mantenerlas) es la identidad cultural. Otra prueba más de que, como siempre se sospechó, los mitos no mueren fácilmente; ni los prejuicios ni las supersticiones.
Más allá de tales nimiedades, la pregunta de fondo sería otra: ¿por qué diablos no puede el ser humano sentirse alguien sin tener que rechazar a otros? En realidad, no interesa tanto propiamente lo que se es cuanto lo que no se es y no se será jamás: una buena identidad cultural asegura la tranquilidad de la propia superioridad. Mucho mejor que la raza, acerca de cuya pureza siempre podían caber dudas. Pero ¿quién va a atreverse a dudar de la identidad cultural de Juana de Arco o de los Beatles o de Gardel? A propósito: ¿cuál es la identidad cultural de un tal Einstein?
(*) en Juan NUÑO: “La escuela de la sospecha. Nuevos ensayos polémicos”, Caracas, Monte Avila, 1990, 265 págs. (p.11/14)