El último domingo, leyendo la sección Enfoques del diario La Nación, tropecé con una nota de Juana Libedinsky titulada Enseñando a Bob Dylan - Literatura con el siguiente encabezamiento: "El titular de la cátedra de poesía de la Universidad de Oxford, Christopher Ricks, está conmocionando el mundo de las letras al enseñar las canciones del cantante norteamericano junto a las obras de Shakespeare, Tennyson, Keats y Jean Austen". El profesor, de 70 años, no "juega a hacerse el joven", afirma la periodista que lo entrevistó en Londres, y acaba de publicar un volumen (Dylan's visions of sin) dedicado al cantante.Una investigación de 500 páginas que justifica diciendo:
"Dylan está en la misma categoría de los grandes poetas de la lengua inglesa si tenemos en cuenta el uso de las palabras, la originalidad inventiva y el coraje en el uso del lenguaje". Además, "arriesga que la música pop y el cine son las artes que hoy pueden lograr lo que el teatro shakesperiano hizo siglos atrás".
Ricks había escuchado a Dylan de manera indiferente hasta 1968, cuando en Desolation Row descubrió palabras de Ezra Pound y de Thomas S. Eliot que lo impresionaron. Bueno, la fecha no es intrascendente, creo que hacia entonces hubo una reformulación por lo menos parcial -la mayoría de los críticos "cultos" se abroquelaban sobre los nombres venerables y exclusivamente letrados- de los vínculos entre la llamada "alta cultura" y la industria cultural. Por lo menos fue en aquel momento, más precisamente en 1965, cuando, recién egresado de la benemérita Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, escribí el artículo ¿Qué es eso de una generación del 40? donde terminaba enfrentando a los neorrománticos de esa década con la poesía, entonces para mí más realista y fiel a su entorno, de Homero Manzi.
Poco después, a comienzos de la década del 70, dicté un curso de Literatura española, que convertí de hecho en una Introducción a la Literatura, pues me parecía más útil para los alumnos de la carrera de Turismo a los que estaba destinada, en la Universidad de Morón. Allí dedicaba siempre la última unidad del programa a Literatura y medios de comunicación y, en general, privilegiaba las relaciones entre poesía y canción. Los ejemplos elegidos eran, según recuerdo, Jacques Brel, George Brassens y la canción social francesa, Soplando en el viento de Dylan, las versiones musicalizadas de poemas de Antonio Machado y la producción original de Joan Manoel Serrat y Alberto Cortés, etc.
Para auxiliarme y como material bibliográfico anexo contaba con una colección (Los Juglares) de Ediciones Júcar de Madrid cuyo primer volumen, aparecido poco antes, estaba dedicado a Bob Dylan con un estudio preliminar de Jesús Ordovás. Y la serie había continuado con Brel, Serrat, Brassens, los Beatles y Rolling Stones, Jimy Hendrix, detrás de los cuales apareció nada menos que Atahualpa Yupanqui presentado por Félix Luna.
Luego hubo tomos dedicados a Eduardo Falú, Horacio Guaraní y El corrido popular mexicano, entre el repertorio latinoamericano, pero no contemplaron la posibilidad de incluir a ninguno de los poetas del tango, ni del emergente rock nacional. Respecto de la apreciación poética y cultural de los cantautores, remito asimismo al número anterior de El escarmiento, donde se comentó un estudio del profesor universitario tucumano Ricardo Kaliman sobre Yupanqui (seudónimo de Héctor Chavero). Queda claro, creo, que esa corriente revisionista de los nexos entre el mundo más y menos letrado tuvo sus pioneros en aquella época, cuando muchos otros aspectos de la "cultura oficial" eran cuestionados, se crearon las "cátedras nacionales" en la carrera de sociología, hasta entonces sometida al funcionalismo norteamericano más un poco de la escuela de Frankfurt, y en la carrera de Letras, cuyo Departamento estaba a cargo del poeta Francisco Urondo, con Aníbal Ford y Jorge Rivera propusimos enfoques que modificaban concepciones vigentes del objeto literario. Sobre esas innovaciones nada dice, lamentablemente, Claudio Sansúbar en los capítulos 7 y 8 de su reciente ensayo Universidad e intelectuales. Educación y política en la Argentina (1955-1976), Buenos Aires, Flacso-Manantial, 2004.
También vale recordar que en un fascículo de Capítulo Universal, La Literatura Contemporánea 38, La canción popular (Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1971), colección que se vendía profusamente en los quioscos, Rivera repasaba los meca-nismos básicos que pasaron del cancionero tradicional a las grabaciones mecánicas y abordaba en particular los aportes estadounidenses desde mediados del siglo XVIII, así como una cronología de las relaciones entre tecnología y canción; Ford, por su parte, desarrollaba las transformaciones del tango canción durante el siglo XX.
Aclaré antes, un poco al pasar, que tales planteos no estaban generalizados ni mucho menos. Una buena prueba de eso es la Antología esencial de poesía argentina (1900-1980), título pretencioso cuya Introducción no disimulaba numerosos prejuicios, y que editara Aguilar (Madrid, 1981). Su responsable, Horacio Armani, actualmente académico de las letras argentinas (?), era además frecuente colaborador de La Nación y aprovechaba entonces esas páginas para combatir un avance de lo popular que le disgustaba, aparte, me imagino, de intimidarlo.
De su muestrario "esencial" excluía a Evaristo Carriego, a Nicolás Olivari, a José Portogalo y, en general, a todos los poetas con preocupaciones sociales manifiestas. Sin embargo, no se detenía allí y proclamaba:
"Estamos habituándonos a encontrar, cada vez más, ineludiblemente, en las antologías argentinas, una mezcla de tango canción con poesía de alto nivel. Esta tendencia, que comenzó a ponerse en marcha con la irrupción de ciertos ideólogos populistas, es uno de los rasgos más pronunciados del chauvinismo literario argentino. Creer que una sentimental letra de tango puede tener la misma jerarquía que un poema surgido de experiencias artísticas y espirituales de profundas motivaciones, es estar equiparando materias incomparables por sí mismas. Cada cosa en su lugar y en su propia esfera (...) Leopardi no puede estar al lado de Modugno, ni Baudelaire junto a Trenet, ni Eliot mezclado a Frank Sinatra."
Obviamente, los ejemplos estaban elegidos con verdadera mala fe, pero señalaban un desprecio por algo que hoy el mismo diario de los Mitre acata con respeto, seguro porque viene avalado por un docente universitario londinense. Nadie afirmaría que todas las canciones encierran descubrimientos poéticos. Pero...¿acaso todos los que firman un libro de poemas, por el solo hecho del soporte material elegido, pueden ser considerados poetas? En fin, estos problemas los afrontamos ahora con menos prejuicios de los que imperaban en aquellos años, pero la desconfianza y el desdén por lo popular tampoco han desaparecido, esperan el lugar y el instante oportuno para manifestarse, como escaramuzas de una guerra prolongada donde cada uno sabe de qué lado está y por qué.