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EL HOMBRE QUE AMABA A LOS PERROS, de Leonardo Padura (1)

El escritor cubano Leonardo Padura Fuentes pertenece a la generación virtualmente “nacida y criada por la Revolución” (con mayúscula como parecen acentuar los cubanos). Pero, como otros en la misma situación, no le rinde pleitesía, sin caer por ello en la actitud estúpidamente colonial de Zoe Valdés o de la bloguera cubana Yoani Sánchez (entre tantos…). De todos modos, la generación de Padura parece ser una transición a algo peor, tal como lo que se manifiesta a través de Ena Lucía Portela, la autora de “Cien botellas en una pared”: el insípido ejemplo de catarsis psicoanalítica-barrial con aspiraciones cosmopolitas (“posmodernas”). A su modo Padura es -sin connotación negativa- un best-seller, dentro y fuera de la isla y con méritos suficientes para serlo. Periodista, ensayista (me quedo con “El viaje más largo” donde emerge la figura fantástica del “Chori” un timbalero lumpen, de aquellos), guionista y crítico de cine. Y, claro, novelista. Multipremiado por sus novelas “policiales” (género al que le dedicó también un ensayo) parecía difícil superar el interés suscitado por “La Neblina del Ayer” (2003) donde campeaba el emblemático -y caribeño- policía Mario Conde (el “Conde”). Sin embargo, “El hombre que amaba a los perros” lo hizo. Si “La neblina…” logró que Padura se ganara el odio de algunos libreros de La Habana (su primera parte es una disección cruel del gremio mercantil de la celulosa entintada), “El hombre…” acentuó las prevenciones de las que “goza” en algunos sectores (oficiales y no tanto). Es que la elección de un tema como el de Trotzki, puesto a circular no hacía mucho por la ya fallecida Celia Hart, sigue siendo un problema para la vieja guardia comunista. Hasta por razones pragmáticas. Cuba albergó muchos años a su asesino, el “héroe de la Revolución Soviética”, Ramón Mercader del Río.


Padura advierte repetidas veces que se trata de una novela: ¿Por qué? Porque la ficción no alcanza a sepultar el dato histórico de la “perversión de la utopía más grande del siglo XX”, frase que por sí sola explica aquellas prevenciones. ¿Una novela histórica? Algo menos que los dos planos de ese centauro teratológico. Como novela, responde al oficio de un buen escritor; como historia… y a pesar del autor -no obstante los datos recogidos- no vale la pena ocuparse. La estructura triádica de los capítulos en los que desfilan los principales personajes es, a pesar de la previsibilidad que advierte, lo que permite leer con avidez esta novela. Creo que el personaje más interesante no es el del fracasado Ramón Mercader, sino el de su madre (Eustasia) Caridad (Mercader) del Río (2), nacida en la Cuba independiente de fines del siglo XIX, quien en los años siniestros de la Guerra Civil española optó por el bando soviético dentro del bando republicano. Su carácter impiadoso, como el de Margarita Nelken o Dolores Ibarruri no solo se descargó contra los “perros fascistas”, sino también contra anarquistas, trotzkistas y cualquier otro sindicado por los agentes de la NKVD soviética en España, para torturarlos y asesinarlos sin juicio previo. En el cuadro de Goya, Caridad Mercader interpretaría a Saturno. Otro de los personajes, Leonid Eitington (¿era su verdadero nombre?¿fue el mismo Nahum Eitington de la masacre de polacos en Katyn?) temeroso perro fiel de Stalin (y objeto de purgas y rehabilitaciones) logra interesar, apenas se intente captar -así sea por la vía de la ficción- las motivaciones de sus servicios prestados a la “gran revolución de octubre”. Si las “religiones del libro” eliminan el mundo para implantar el cielo, la religión laica con base en la Unión Soviética logró instalar, en algunos sitios y por un tiempo, el infierno en la tierra.


Muchas de las reflexiones adjudicadas a Trotzki -el que a pesar de las críticas que desliza el autor- no sale tan mal parado (en definitiva es a quien asesinan, y esa circunstancia despierta una cierta misericordia, a la que el propio Lev Davidovich Bronstein, tal el nombre de Trotzki, no era afecto)-, resultan de la más intima convicción de Padura:


“Algo demasiado maligno y repelente tenía que haberse desatado en la sociedad soviética si sus más fervientes cantores comenzaban a dispararse balazos en el corazón, asqueados ante la náusea que le provocaba la mierda petrificada de su presente” (pag. 55).


La referencia al suicidio de Maiakowski (en 1930) no puede omitir el de Serguei Esenin (en 1925), los que sin ser los únicos, lo hicieron ante la opresiva realidad que Trotzki había ayudado fervientemente a crear. Claro que para Padura ese es un dato lejano. No lo es el suicidio, entre otros, de los poetas cubanos Raúl Hernández Novas (1993) y Ángel Escobar (1997) (3). A buen entendedor…


¿A quien se refiere Padura con “…su mezquindad esencial, su tosquedad psicológica y aquel cinismo del pequeñoburgués a quien el marxismo ha liberado de muchos prejuicios, pero sin alcanzar a sustituirlos por un sistema ideológico bien digerido”? (pág. 104/5).


Si bien habría que especificar que cosa es “un sistema ideológico bien digerido” (el DIAMAT lo era) su tiro por elevación es demasiado obvio como para no advertirse. Aunque la crítica de Padura, efectuada desde la “intelligentzia”, debería celebrar por lo menos la “no digestión” del marxismo en Cuba.


Sin duda “El hombre que amaba a los perros” atraerá lectores, merecidamente. La complejidad que hoy acarrea solo puede atormentar a “conservadores” e “izquierdistas” ingenuos, cuando no hipócritas. El libro de Padura tambien es su ajuste de cuentas con la realidad que le toca vivir; su intento al menos. Como novela, seguimos prefiriendo sus novelas policiales. El crimen político difícilmente valga la pena ficcionalizarse. Porque su circunstancia histórica resulta infinitamente más atrayente que la novela policial tejida en su entorno.

(1) Buenos Aires, Tusquets Editores, 2010, 573 págs.

(2) Al parecer Caridad del Río, una mujer siempre sospechosa a ojos soviéticos, terminó trabajando en la Embajada cubana en París. Allí recibía a personas como el guerrillero Santucho del ERP argentino, admirador, “discípulo” y apóstol de Trotzki, a quien el hijo de aquella había asesinado con una piqueta en la cabeza. ¿Será esta la famosa astucia de la historia?

(3) Preguntado un personaje de la “cultura” isleña a que atribuía la seguidilla de suicidios de escritores y artistas cubanos, me respondió: “no tienen salida”.

 

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