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EDUARDO ROMANO: Puro biógrafo y otras inconveniencias

Buenos Aires, Ediciones Activo Puente, 2013; 160 págs.
Nada hay definitivo, salvo la muerte. Sin embargo, me atrevo a afirmar que estamos frente a un texto definitivo. Y no sólo porque en él se merodea y asedia aquella instancia final. Ante todo porque en Puro biógrafo está presente de cuerpo entero Eduardo Romano, el reo y el académico, el poeta desenfadado y el crítico minucioso.

El libro se abre con una fototeca, que a su vez se inicia con alusiones inciertas a inmigrantes y personajes que presuntamente diseñan el árbol genealógico del autor, y se cierra con los últimos rounds, nueve poemas que son a la vez un adiós y una apuesta, una formidable despedida anticipatoria, que fluctúa entre la broma ligera y la tragedia sin retorno. Aunque no conviene adelantarse. El autor es un hombre de letras, de libros, un investigador serio de los medios y sus relevancias, por lo tanto es previsible su directa intervención en el paratexto: tapa, contratapa y solapas revelan su plena complicidad, su indudable injerencia. Y nos participan la misma travesía: en la tapa el proyectos de los hermanos Lumière ilumina al grupo familiar que exhibe a un Eduardito recién nacido, el mismo que muchos años después nos sonríe provocativamente desde la primera solapa, en la cual a renglón seguido se consignan los datos esenciales del autor, o los que él ha considerado tales para este breve texto, pues pone énfasis en su labor de poeta (menciona sus tres libros de los 60 y los tres que les siguen y anticipan al presente; para rematar en la precisa contratapa de Luis Tedesco, que destaca la “dolorida ironía” que tras la película de lo real consigue, “por un tiempo impreciso, alumbrar lo imposible”.

Me pregunto ¿lo imposible es también lo inconveniente? Tal vez, porque en este texto se hace pie en la pura exageración tramposa, en una realidad que a menudo se confiesa ficticia, siempre fragmentada, que se quiere un aquelarre de inconveniencias: la autobiografía del biógrafo Romano, que él llama y considera “puro biógrafo”. ¿O no será que tras un engañoso parecer el título es simplemente una incitación al desvío: sólo se alude a una realidad mediada por la palabra poética? Aun así, las inconveniencias no se borran y siguen proclamándose en tapa, portada y catalogación, mentando por ende al texto central.

Y por eso vuelvo a preguntarme ¿qué cosa es inconveniente y para quién lo es? No por cierto para una persona en particular, ni tampoco para un determinado sector social, ni menos para la sociedad global. Me atrevo a decir que simplemente se trata de aludir de manera irónica, corrosiva, a ciertas pautas y/o convenciones que la sociedad y/o la clase media de nuestro país estima como la contracara de lo conveniente, de lo correcto.

Seamos cautos y vayamos al texto mismo. En verdad éste es un continuo que se divide en ocho partes, si nos atenemos a los subtítulos que marcan el eje temático de cada una de ellas: las moradas, los círculos amorosos y las otras seis, con sus correspondientes epígrafes (que van del Dante a Homero Manzi, sin desdeñar ningún idioma); a la vez estas partes se integran con una decena o algo menos de poemas que llevan sus propios títulos o simplemente aparecen separados por números romanos. Se trata por cierto del ordenamiento que el escritor ha dado a sus recuerdos. Aunque seguramente ellos se han agolpado en tropelía y a borbotones a lo largo de estos últimos años en la cabeza del autor (quien confiesa que no es un pibe, que “nació en Avellaneda en el siglo pasado”; preciso su coquetería: el 8 de junio de 1938 en el Hospital Fiorito), él ha decidido trasmitirlos según esta forma: “metiendo versitos en este simulacro de página portátil que depende de los consorcios eléctricos mundiales y de la rebelión pero no tanto del popularismo latinoamericano” (nos aclara a pie de página que elude el término “populismo”, por el uso que de él hacen los polifacéticos “gorilas”, nota 2 de página 32).

Pero cómo leo yo estos versos, encendidos e irónicos, a medio freno; sin duda desgarrados e íntimos, pero no desbocados sino más bien distantes; que rompen el CV, aunque lo aluden en sordina o sesgadamente a lo largo de todo el libro. He leído y leo Puro biógrafo como si fuesen imágenes del cine primitivo; mejor, como una inmensa fototeca, que trasciende cualquier cita de Susan Sontag y cuya “proyección sin fin se da en un cine secreto y continuado”. Porque el ejercicio que trama los diez poemas iniciales, con leves matices, vertebra también la gran mayoría de los poemas restantes. El poeta fija su mirada o hace estallar el fogonazo en un personaje (don Santiago o el tío Reinaldo, sus amigos de los 60 con la inclusión del veterano Luchi, sus hijas Laura y Constanza, sus camaradas Aníbal Ford y Jorge Rivera, las voces de Darío, Neruda o Borges, etc.) o en un lugar (Rivadavia al 18.300, una calle allá por Flores, el colegio secundario, la Universidad, el bar Ramos y extensiones, entre Salta y Chile, Brasil brasileiro, etc.) o en puntuales circunstancias de la vida y el trabajo (las últimas clases de los viernes, la enseñanza de la historia en el taller de forja JauretcheScalabrini, sus traducciones con Marcela, el amanecer en Córdoba, la escritura de fascículos o la renuncia al periodismo, su zambullida en el enjambre académico, un intermedio “gostoso” y otros tantísimos momentos de su terrenal errancia).

Leo todas estas divisiones y clasificaciones, de Eduardo o mías, como pertenecientes al orden de la burocracia literaria. Lo valioso, lo que leo tras este entramado es un poema, un largo río que fluye sobre un cauce lleno de afluentes y remansos. Eduardo Romano recuerda o su mirada recordante se posa sobre un personaje, un lugar o una circunstancia de su vida; enfoca y aprieta el disparador; la foto que se obtiene excede el objeto enfocado, porque al verla el ojo del poeta se vuelve un torbellino de enlaces, un puro salirse de los márgenes; así la foto resulta difícil de delimitar y menos de cerrar. Una vez más lo reitero, esa amplia y diversa fototeca configura un solo y muy rico poemario, un diálogo narrativo sobre la vida de Eduardo Romano en el marco de la historia que lo ha albergado, un relato hecho de versos donde resuenan tanto el habla coloquial, de la calle y el tango, como las bien poco respetadas normas de los manuales de estilo.

No quiero concluir este comentario sin algunas apostillas. La primera es estrictamente personal: hablé de ocho partes y sus muchas concomitancias, confieso ahora que muy particularmente “Reivindicación de la Constanz(i)a”, “Presencia del ausente”, “Inevitable muerte” y los otros rounds finales: “Cuando pienso/cuánto me falta vivir/y no me quedan años”, me golpearon duramente, como solo los grandes textos suelen hacerlo.

La otra tiene un carácter social, si se quiere. Días atrás asistí a la presentación de Puro Biógrafo en una sala de la Avenida Corrientes al 1500. En esa cálida reunión en que pude saludar a la rigurosa Elida Lois y al memorioso Raúl Santana, escuché las palabras del compañero Juan Sasturain y de la profesora Sylvia Saítta, quien al presentar el “libro quizá más personal, más íntimo” del poeta, concluyó con estas palabras que hago mías: “Creo que en este libro Eduardo Romano demuestra que se puede ser fiel a uno mismo, a un modo propio de pensar la vida y la política, a nuestras pasiones y nuestros desvelos aun cuando hablamos de medios masivos, de tango o de la poesía de los años cuarenta. Que cuando hablamos de Borges, de Arlt o de Homero Manzi estamos, en realidad, hablando de nosotros mismos”.

Jorge Lafforgue, octubre 2013

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