Hasta los años 70 del siglo XX el nombre de Florencio Parravicini solía aparecer con cierta frecuencia en algunos libros, en ciertas biografías. En una extensa investigación sobre teatro (1) fue tarea difícil hallarlo en obras breves. Resulta evidente que este hombre se dedicó al teatro grande, de dos o más actos y también a la revista. Varios son los nombres asociados a Parra que se convirtieron en muy famosos: desde Enrique de Rosas a Enrique Muiño, desde Paulina Singerman a Mecha Ortiz. Según Jorge Miguel Couselo en conversación con quien esto escribe, Parravicini “fue instrumental en el caso de la señora Ortiz” (2).
El anecdotario es suntuoso. Nacido el 24 de agosto de 1876, Florencio Bartolomé Parravicini Romero Cazón vino al mundo con una extraordinaria capacidad fabuladora. Su padre, el coronel Reinaldo Parravicini, ocupó cargos adjudicados por quienes entonces dirigían el país. Se le endilgó, por consiguiente, un origen aristocrático. Para quienes pertenecían al mundo del teatro, sus antecedentes resultaban en verdad prodigiosos. Él, por su parte, sabiamente, los alimentó con fruición, como si necesitara abrevar en una prosapia que lo distinguiera.
Al llegar a su mayoría de edad entró en posesión de una discreta fortuna que no vaciló en derrochar en París. Cuando se acabó el dinero se dedicó a oficios variados, incluyendo el de guía de turismo y, fundamentalmente, cómico de baja estofa en los café concert. Reinstalado en Buenos Aires, fue visto en un tinglado del Paseo de Julio por Ulises Favaro. Este lo ubicó en la compañía de los Podestá en el Apolo con una obra que obtuvo enorme éxito: El panete, en 1906. Para 1908 ya tenía compañía propia y no bajaría de cartel hasta su muerte, ocurrida por suicidio el 15 de marzo de 1941. Lo había vencido un cáncer.
Como la mayoría de los capocómicos de esa y de cualquier época, era imposible dirigirlo en teatro. Quien se encargaba de la puesta en escena debía ocuparse de los otros actores pero no de él. (3). Durante treinta y cinco años los autores más afamados del momento intentaban que les estrenara sus obras: el negocio era seguro. Apostar a este hombre era correr con el dinero hacia el banco. Fue, en ocasiones, también autor teatral y hasta probó el cine silente como guionista y director, en colaboración con Enrique Ernesto Gunche y Eduardo Martínez de la Pera. El producto se llamó Hasta después de muerta (1916) y en el elenco figuraba otra luminaria de la época como Orfilia Rico, además de Enrique Serrano y del niño Pedro Quartucci. Sin embargo, el cine no era negocio y Parravicini no volvería hasta que el sonoro hubiese triunfado.
En esto no se diferenciaba de sus pares: muchos probaron el silente para darse cuenta de que allí no había dinero.
Capocómicos posteriores, desde José Marrone a Juan Carlos Calabró probaron fortuna con Cristóbal Colón en la Facultad de Medicina, una pochade de Robert Frencheville y Eon Mouezy, aunque ninguno alcanzó la tremenda popularidad que obtuviera Parra con dicha obra. El apogeo de este actor coincide con la transformación de Buenos Aires en una ciudad moderna según el trazado de la generación del 80. Y cruza el ascenso de Hipólito Yrigoyen, la llegada de Marcelo T. de Alvear y luego la década del fraude patriótico. Épocas contradictorias y difíciles para quien quisiera mantenerse en cartel respondiendo a las apetencias de un público cambiante y heterogéneo.
EN EL VIEJO BUENOS AIRES
Un actor puede transformarse en símbolo de una sociedad en proceso de cambio, siempre y cuando se articule en una red de significantes que rinda pleitesía a los mandatos de quienes detentan el poder. Así, el hundimiento de Trinidad Guevara es claro: duró lo que el gobierno de Rosas para desaparecer en tablados oscuros. Parravicini no estaba dispuesto a dejarse doblegar por el paso del tiempo, aunque jamás atentara contra los dictados de una moral esencialmente burguesa. Por el contrario: los capocómicos son habitualmente la otra cara de la moneda, la válvula de escape que el sistema permite, los payasos necesarios para la carcajada fácil.
Hace falta, es imprescindible crearles una imagen redituable. Si bien Ricardo Hicken es un autor de segundo orden, una comedia suya, El tío soltero, nos da una idea de una de las facetas de la estrella polimorfa para el consumo.
- Será muy agradable para vos, estar aquí en tu casa, luchando con los sirviente, que si los porotos están más caros; que si la manteca ha subido; que si hay huelga de lecheros. Preocupándote de la economía doméstica, recibiéndolo a mi hermano Juan con todos sus chicos que gritan, ensucian, estropean todo lo que tocan. Oyendo a tu mujer que grita por un vidrio roto. Será muy lindo para vos, pero para mí (saboreando) dame perfumes, dame flores, mujeres lindas, que con su espíritu mantengan el ensueño de la vida. Y no puedo cenar en tu mesa, porque todo es severidad.
El prototipo del calavera es, tal vez, la caricatura que más ha perdurado, alimentada por un anecdotario que el propio Parra alimentó cuidadosamente. Pero en aquel teatro había que ser lo suficientemente dúctil para crear también machiettas de diversas nacionalidades. Sus contemporáneos, Gregorio Cicarelli, Roberto Casaux, Carlos Morganti et al. también tenían a su cargo especialidades diversas. Lo que nunca alcanzó el actor que nos ocupa fue el grotesco, una variable en la que por ejemplo, Luis Arata o el mencionado Cicarelli fueron paladines. Poseía el talento y la máscara, aunque no la voluntad de lograr que el público paladeara ese signo ambiguo y patético. Prefirió irse por el camino se la sonrisa o de la carcajada. Lo que dijo Paulina Singerman con respecto a su repertorio, Parra bien pudo haber declarado: “No lo niego ni me importa” (4). Al fin y al cabo, tanto él como Singerman sabían que las entradas se vendían siempre y cuando ellos se ofrecieran al público de determinada manera.
Un señor de alcurnia por cuya casa paterna habían desfilado varios de los prohombres del 80, preferiría jugar al calavera de buen corazón, sin importarle su adhesión al fascismo, tan de moda en los años 30. Había adherido al golpe de 1930 luego de haber escarnecido al Peludo desde varias revistas con monólogo ad hoc. No fue el único: cuando comienzan a leerse hoy día los espectáculos revisteriles a partir de octubre de 1930 no dejan de producir un cierto asombro: las bromas de Tangalanga-De la Rúa son bastante inofensivas por comparación con el escarnio del que eran víctimas los derrocados, a cuya cabeza figuraba Hipólito Yrigoyen, presentado poco menos que como un delirante imbécil.
MUCHACHOS DE LA CIUDAD
El teatro desaparece, se sabe. En ARGENTORES quedan los programas, las críticas, algunas obras –no todas- de un tiempo que se fue. Parra vio su nombre asociado al de los doctores de LUMITON gracias a Manuel Romero, quien armó el paquete con una de sus obras: Los muchachos de antes no usaban gomina (1936). No sólo debutó allí Parra en el sonoro sino también Mecha Ortiz en calidad de primera figura. Los doce mil pesos que le pagaron (5) hablan a las claras del negocio. Romero estaba absolutamente seguro de que esta cabalgata que se abre a comienzos del siglo XX -1906- y llega hasta el art decó de los años 30 sería un éxito en taquilla. Como afirma Andrés Insaurralde (6), algunos actores “superan largamente la edad de los personajes”. No es sólo la Mireya de la señora Ortiz con sus treinta muy largos años, sino también Santiago Arrieta y Parravicini.
La obra de Manuel Romero y Mario Benard había sido estrenada en 1926 aunque fue convenientemente guionada por Romero. Este es el actor que nos queda, el del cine no tanto silente sino sonoro. No importa la técnica o la escuela de la que se provenga, quien se encuentre delante de la cámara debe trasmitir la verdad. Y fuera de las morcillas e improvisaciones de la escena, es innegable que Parra dota a su personaje de Gervasio de una buena dosis de autenticidad. Al propio tiempo, reitera el típico solterón calavera y refuerza el mito. Es muy difícil conocer el verdadero yo de un actor porque suele ocultarse detrás de los personajes. Sin embargo, la imagen no logra disimular una segura propensión a la melancolía y, en especial, a un estado depresivo oculto bajo las ocurrencias del guión. Su voz, además, encaja perfectamente con su fisonomía: es dueño de una fonogenia, según Michel Chion, particular. Esto es propio de todos aquellos profesionales que dan en el blanco.
De modo que a partir de Los muchachos... Florencio Parravicini comenzó a ser frecuentado en toda América Latina, en ciudades y pueblos que nunca había visitado y que no conocería jamás. Como actor-personalidad iba a reiterar este personaje en otro Romero, Carnaval de antaño (1940), que sería su última película. Que tenía poder lo atestigua el hecho de que impusiera el nombre de Ivo Pelay a los Mentasti en la SONO para que figurara como director de El diablo con faldas (1938). En verdad el producto fue armado por el fotógrafo Alberto Etchebehere ya que Pelay sabía poco y nada de cine. La dama del título es Celia Gámez, de dilatada trayectoria en la España de Franco. Él se vio a si mismo como una víctima de la andropausia, aún cuando el guión lo ofrezca como una copia del Emil Jannings de El ángel azul (Joseph von Sternberg-1930).
En El diablo… este señor maduro y humillado no tanto por la bataclana sino por su madre y el cafishio que la explota –María Santos y Pedro Maratea- debe enfrentarse al rey del absurdo, Carlos Enríquez quien se queda con varias escenas. Como Thibaut, puede afirmarse que Parra dio un paso adelante en materia cinematográfica aunque la película resultara un fracaso de boletería. La audiencia histórica no esperaba a este Thibaut hogareño que regresa a su mujer -Ilde Pirovano- y se dedica a jugar con su prole. Era inútil: Manuel Romero, quien tenía varios puntos de contacto con la personalidad del actor, hizo mejor uso de él en Tres anclados en París (1938), aquella película a la que hubo que cambiarle el título. Originariamente era Tres argentinos en París pero intervino la censura.
Como guía turístico demuestra sus habilidades de capocómico –Amalia Bernabé es una de las turistas insoportables-. Los otros dos compinches son el bohemio Hugo del Carril y el pequero Tito Lusiardo. Por momentos el espectador cree que Enrique Serrano los supera a todos en la partida de póker. Era necesario, sin embargo, no herir mortalmente a la estructura polimorfa y se le otorga el matiz del arrepentimiento –anagnórisis o el reencuentro con una hija que no había conocido-. Asimismo, el ambicioso padre del joven Hugo del Carril termina por hundir a su hijo en La vida es tango (1939). Si hubiera que seleccionar un momento estrictamente cinematográfico en la carrera de Parra elegiríamos la escena de Nueva York, en la que se da cuenta del error cometido cuando comprende que su hijo ha sido derrotado. Es verdad: tenemos ahí la mano de Romero, pero la sinceridad del actor logra incluso disimular cierta endeblez de del Carril en aquellos primeros pasos como galán.
- Enfermo, viejo, pobre y olvidado. Lo peor que le puede ocurrir a un artista
afirma este padre ambicioso con respecto a su hijo. Y el meollo del asunto no está en las palabras sino en la absoluta tristeza de quien las dice. Es en estos momentos cuando Parra aparece por completo aislado, como si hubiera caído en el vacío.
Su argumento para otra película filmada en la SONO, Melgarejo (Luis José Moglia Barth-1937) habla a las claras de su gusto por los uniformes que socorren a patricias estafadas –de nuevo la señora Ortiz-. Y, por fin, reitera al viejo calavera bajo las órdenes de Francisco Mugica en Margarita, Armando y su padre (1939). ¿Qué lo diferencia de otros característicos como Luis Arata, Enrique Muiño, Elías Alippi et al que habían comenzado también a frecuentar el sonoro? El hecho de que aparezca como un fauno que sabe que ha perdido la partida de antemano, pero que, así y todo, vale la pena jugarla. Y la juega. Es el cínico y descreído por naturaleza. Y, no cabe duda, esta imagen que nos ha dejado el cine contribuye a la leyenda que se creó en torno a su persona. Leyenda que, como se dijo, él mismo se encargó de alimentar. Sus biógrafos no mencionan el problema de la droga, aunque a él no le hubiese molestado en lo más mínimo.
UN HOMBRE CUALQUIERA
La figura de este hombre ha interesado a posteriori a David Viñas, quien lo definió como un anti-Lisandro de la Torre,(7). La idea de Viñas fue retomada por Luis Macchi quien escribió una obra de teatro protagonizada por Pepe Soriano y estrenada en mala época, abril de 1976 en el Ateneo. Es sabido que desde sus comienzos en política de la Torre se alineó con las fuerzas progresistas. No ocurrió lo mismo con Parravicini. Aunque tampoco con otros capocómicos de aquellos años. Es, se dijo, un payaso que se transforma en símbolo de un país que responde a los lineamientos trazados por la así llamada generación del 80. En este aspecto sí es un anti-Lisandro.
Del mismo modo, su origen nada plebeyo lo coloca en una situación de privilegio frente a sus compañeros de tareas en el negocio del espectáculo. Casado con Sara Piñeiro, sobrina de Angelina Pagano, jamás permitió que su mujer visitara un camarín de teatro o que, salvo alguna excepción, los que integraban el mundo de ficción en el que se movía frecuentaran su casa. Esto va bastante más allá de la simple dicotomía público/privado. Explica de por si la opinión que le merecía a este hombre el medio en el que se ganaba la vida. Es el paladín del ocultamiento, es un burgués total convertido en actor, en el actor por antonomasia de una época en que el país se transformaba en moderno, aunque el significado de esta modernidad no fuera igual para los sectores en pugna.
No hay obligación de idealizarlo, tal como ocurre con Flop (Eduardo Mignona-1990). Aunque tampoco, si hay un ajuste de cuentas, debe tomárselo como lo que no pudo ser jamás: alguien a quien le importara el país, algo que escapaba a sus posibilidades. Antes bien: si le interesaba Buenos Aires como ciudad, el hecho se debía a que era una ciudad faro en América Latina. Esto es, la más europea. Con respecto al público, dependía de él y esta dependencia genera una relación que no siempre resulta comprensible a los ojos de quien está fuera del espectáculo. Asimismo, si buscaba el reconocimiento de aquel sector de la sociedad en el que había nacido, perdió la partida. Su público era el de los sectores medios, y en los años 30 el de la burguesía del durazno en lata. Necesitaba esa audiencia y, al propio tiempo, la despreciaba. Esto, al menos, en lo que se refiere al escenario. En el caso de Parra, hombre de teatro, actor y dramaturgo, era estrictamente profesional, especialmente en todo aquello que halagara su vanidad de divo. Y como tal no podía faltar el suicidio, siguiendo los pasos no tanto de de la Torre sino de Leopoldo Lugones, Horacio Quiroga, Alfonsina Storni et al. Las biografías de estos tres han opacado a veces su obra. Lo propio ocurre con el señor Florencio Parravicini con una salvedad: es nada más que un actor. Y nada menos.
No es nada fácil penetrar en la zona donde reina el miedo, la profunda inseguridad de un ser humano. Quien se viera a si mismo como nacido para el goce y la aventura, nos ha dejado únicamente su imagen cinematográfica para analizar. La personal, la que habla de su prosapia, su brevet de aviador, sus conquistas amorosas, sus experiencias con la droga, se ha perdido en la noche de los tiempos. El mismo se encargó de confundir a sus biógrafos. No es tarea imposible desentrañarlo. Solamente muy difícil para quienes se aferren a categorías racionales.
Abel Posadas
1) Marco Susana y otros: Teoría del género chico, Buenos Aires, Eudeba, 1974
2) Couselo, Jorge Miguel a Abel Posadas en su casa de la calle Chacabuco, julio de 1993.
3) Tiempo, César: Florencio Parravicini, Colección La Historia Popular, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1971
4) citada por Zayas de Lima, Perla: Diccionario de Directores y Escenógrafos del Teatro Argentino, Buenos Aires, Galerna, 1990.
5) El cámara y fotógrafo Pedro Marzialetti a Abel Posadas en la sede que precedió al Museo Lumiton, Munro, octubre de 1994
6) Insaurralde, Andrés: Manuel Romero, Los directores del cine argentino, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1994
7) www.pepesorianoweb.com.ar - Teatro